El cadáver ensangrentado del coronel Francis Hall amaneció colgado de uno de los postes de la plaza de San Francisco el 20 de octubre de 1833. Todavía no se sabe si el coronel británico murió lanceado -como se estilaba a la época- o abaleado, de la forma más tradicional. Lo que se conoce con certeza es que Hall murió por conspirador y por defender la libertad de expresión en el recientemente independizado Ecuador.
Británico en tiempos del más fervoroso nacionalismo, liberal en épocas autoritarias y militaristas, protestante en un entorno católico hasta la médula, filósofo en medio del analfabetismo más generalizado, ilustrado en una sociedad que siempre ha mirado al pensamiento por encima del hombro: hay que entender que en el lejano 1833 el coronel Francis Hall debe haber sido un ave rara. Es que Hall, en el mejor estilo dieciochesco, era un tipo curioso: se interesaba por la botánica con la misma pasión que por Cicerón. Subió al Chimborazo y al Cotopaxi en compañía de Boussingault. Hizo mediciones termométricas en Guayaquil. Como Alexis de Tocqueville poco después, el coronel Hall fue un viajero obstinado y un observador agudo. Este excéntrico liberal vino a América motivado por las utopías independentistas y con una carta de recomendación de Jeremías Bentham para Simón Bolívar. Bentham, de paso, era uno de los filósofos más reputados de la época y divulgador del utilitarismo (la mayor felicidad para la mayor cantidad de personas) y un personaje legendario por derecho propio. Por su deseo, su esqueleto elegantemente vestido y con cabeza de cera, se exhibe hasta hoy en una vitrina del University College de Londres.
El coronel Hall fue el alma y el dínamo detrás de El Quiteño Libre, el periódico de oposición al gobierno de Juan José Flores, el primer presidente venezolano del Ecuador. Esta publicación defendía los verdaderos valores de la independencia política y de la embrionaria democracia: en teoría se garantizaba la libertad, pero quien pensara diferente sufría las consecuencias de ser sedicioso o revoltoso. El Quiteño Libre también abogaba por la libertad de imprenta y por la rendición de cuentas de los funcionarios públicos, dos principios que incluso hoy generan polémica. “Nada parece más natural en una República que el establecimiento de un periódico libre. La libertad de imprenta, proclamada por el mundo civilizado y garantizada por nuestras instituciones, no sería más que un nombre vano, si renunciando su legítimo objeto, la ilustración de los pueblos, se emplease solo en engañarlos y esclavizarnos”, proclamaba el periódico. Advertencia al inocente lector: este artículo no tiene nada que ver con la coyuntura política.