Me resisto a creer en la idea del Simón Bolívar que nos quieren vender en baratillo las revoluciones empacadas al vacío y reproducidas en serie. Me niego a creer en el Bolívar de boina roja, de hoz y martillo, de cursilona mirada esperanzadora dirigida hacia el horizonte que nos pretenden ofrecer las revoluciones de la imposición.
Me rebelo frente al Bolívar comunitario, corporativo, al Bolívar de las veedurías ciudadanas, al Bolívar de la censura…
Me quedo con el Bolívar que mutó, en pocos años, del optimismo más chispeante al optimismo fronterizo con la amargura: desde el “Tienen una patria iluminada por las armas del Ejército Libertador. Libres son sus padres y sus hermanos, libres serán sus esposos y libres darán al mundo los frutos de su amor”, dirigido a las muchachas de Ayacucho en 1825, al “No hay buena fe en América, ni entre los hombres, ni entre las naciones. Los tratados son papeles; las constituciones, libros; las elecciones, combates; la libertad, anarquía; la vida, un tormento”, de 1828.
Me quedo con el Bolívar autodidacta que leía mientras cabalgaba, que pasaba gozoso las páginas del Ensayo sobre el Gobierno Civil de John Locke, del Sentido Común de Thomas Paine o del Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau, balanceándose en una hamaca. Me entusiasma la sui géneris combinación del Bolívar contemplativo con el de acción: del Bolívar que se las ingenió para ser, a un tiempo, un filósofo autoeducado y un guerrero persistente y empedernido.
Me quedo con el Bolívar de más carne que hueso, prisionero de sus ardores, heredero de sus pasiones, que traen las biografías y, en ningún caso, con el Bolívar panfletario, de trinchera y de gigantografía que nos quieren engarzar los políticos. Prefiero, cualquier día de la semana, la imagen nostálgica de Bolívar al perfil del Bolívar posmoderno.
Reclamo al Bolívar galante y vanidoso, conquistador y bailador de valses. Me permito insistir en el Bolívar sensible y enamoradizo, de espesa sangre tropical, prototipo dieciochesco del macho latino. Me imagino al Bolívar cortesano, caminando por las vecindades del Palais Royal en busca de amor por contrato, por ejemplo.
Prefiero, en la misma línea, al Bolívar amante de Manuela Sáenz, volviéndola loca hasta el punto de escribirle cosas como: “Estoy dominado por esa fiebre ardiente que nos devora como a dos niños” y al que ella le contestaba: “Quiero tocarte y sentirte y saborearte y unirte a mí por todos los contactos”.
Al final del día, perspicaces y cada vez más escasos lectores dominicales, mis preferencias son para el Bolívar clásico. Mi voto por el Bolívar de bolsillo, sin duda.