Este verso del poeta Jorge Enrique Adoum encierra la espléndida paradoja que sustenta a la poesía: matarse para vivir. Para existir.
Iván Oñate
Crítico y poeta
Profesor invitado por: Westminster University y el Kings College de Londres. A&M Texas University. George Mason University, Washington. Florida State University. U de Lieja. U de Lille. U de Lovaina. U de Austin.
Para ser. Para amar. No solamente para ‘durar’. Alguna vez, luego de una lectura en nuestra querida ciudad de Ambato, Jorge Enrique me comentó que vivió su infancia cerca de la estación del tren y, por lo mismo, era casi cotidiano observar muertos y mutilados en la línea férrea.
Reflexionaba que esta experiencia temprana con la muerte, seguramente marcó el rumbo de su poesía. También yo recordaba que fue una tarde de infancia, cuando mi madre me explicó que solamente los humanos teníamos conciencia y temor de la muerte.
Los animales morían simplemente. Ese temor, añadió, creaba a la humanidad. Pero este relámpago de revelación cobraría todo su vigor y vigencia muchos años después, cuando el 14 de agosto de 2007, a la una de la tarde, estuve a punto de morir en un naufragio en alta mar, frente a las costas de San Lorenzo.
En enero pasado, mientras Pablo Cuvi y el poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio cotejaban unos textos en el estudio de Pablo, yo me había recostado en el sofá y el novelista Abdón Ubidia, como si leyera mis pensamientos y dolores, acercó una silla hasta mi cabecera.
Entonces, en una improvisada sesión de sicoanálisis, Abdón elaboró el más sabio y hermoso discurso sobre el amor y la muerte. Por mi parte, yo había encontrado la otra punta del ovillo. El arco voltaico de la revelación.
Para el poeta, como para los amantes —dijo—, amor y muerte son la misma cosa. Su vida no tiene cabida en lo ordinario, en la ‘duración’. Su empresa imposible solamente puede realizarse en la eternidad del instante.
En la inmortalidad que dura un verso, diría yo. Como este verso de Jorge Enrique Adoum que, como un pañuelo, agito en honor del poeta de la tierra: “Un pañuelo limpio para la sangre virgen de esa única menstruación novia de la sien”.