En el cruce de la calles Foch y Reina Victoria, Adolfo Macías Huerta recuerda, al sabor de una cerveza, sus años de juventud, cuando la calle y la bohemia lo llevaban, sorteando noches, tragos, palabras, amigos. Caminaba desde las 21:00, hasta las 06:00, en jorga, con alcoholes e inquietudes intelectuales.
Macías llegó a Quito a los 16 años, en el 76. La Mariscal, la Floresta y Guápulo eran los vértices de su triángulo de acción. Él halla que la ciudad como universo literario es un invento emocional, con respecto a lo de fuera se explora a sí mismo.Un Quito cósmico andino es lo que ve Macías, una vena cosmopolita en una pequeña ciudad con montaña y quebrada, donde hay una geografía intrauterina, un mundo restringido. Pero que, en esa cerrazón, se convierte en una ciudad de millones, donde se percibe la multitud desde una noción de anonimato, desde espacios caóticos, desde individualidades arraigadas. Y en ese bombardeo de información sobrevive el chulla y el chamo quiteño, con sus rasgos culturales en una indiferencia voluntaria.
El autor guayaquileño halla Quito en el motociclista, en el capitalista del banco, en el que vive en la González y en el ‘pusher’ de la esquina, un Quito lejos de la aldea romántica de clase media, una vorágine. Pero también -dice- Quito refleja su psique. “Soy un esquizoide, retraído, observador, ajeno al mundo, tengo al sensación deque todo es muy raro, una sensación de extrañeza y maravilla”. Y la capital le corresponde en sus breves espacios y muchos secretos, en esa ciudad de pequeñas jorgas, de secretos terribles en medio de cocinas, de confesiones de amor en ascensores, de códigos cerrados.
Raúl Serrano siente que Quito estaba en su destino. Sus padres vivieron en la ciudad, en los 50, cuando todavía era recoleta y franciscana. Ahora, en una mesa de los exteriores del Café Amazonas, se remonta al imaginario de su infancia. Entonces, se preguntaba si la capital estaba detrás de la cadena montañosa que se veía desde la casa de su abuela Elvia, en Arenillas.Llegó finalmente a Quito, en 1984, por sus estudios universitarios. Llegó a sentirse extranjero en su propio país y a experimentar la ciudad, con su paisaje interior y exterior, pero sobretodo el paisaje secreto; ese que compartimos y percibimos en el zaguán de una casa, en una plaza, en un bus. Al escritor orense no le interesa tener auto, porque eso le significa entrar en una cápsula y perderse experiencias que solo son posibles con el contacto visual, olfativo, corporal. La urbe le golpeó con su idea del amor, con su seducción y conflicto, con esos fantasmas que hechizan, con sus claves que no se explican pero se viven cotidianamente. “La ciudad secreta, como un cuerpo viviente, deseado y deseante, ha cambiado de semblante para dar paso a múltiples ciudades secretas”.
Para Serrano, Quito es todavía la ciudad pequeña que se multiplica en una serie de máscaras, que te marca diversos tiempos y ritmos: Una ciudad travestida, como la idea con la que empató mientras concebía su novela, aún inédita, ‘El último bolero de la Dama de Rojo’. El personaje -dice- es una metáfora de la ciudad, pues da cuenta de la metamorfosis que vivió en los 80. Además, el travesti, la Dama de Rojo, con su vida misteriosa, se corresponde con el hálito poético de la ciudad, a Quito también lo atraviesa el enigma.En un pequeño local con aire a cantina, Juan Pablo Castro se despoja de su sombrero. Mientras las rancheras suenan desde los parlantes, él da su lectura de la ciudad. Una ciudad que es suya desde hace 26 años, y antes de eso, cuando en Cuenca, asociaba a Quito con el sol, la luz, el cielo azul abierto.
Si antes Quito le era cometas y verano, ahora considera que la ciudad es incompleta, que se quedó a medias en el desarrollo urbanístico y cultural, que en su expansión y en la vida cotidiana encierra elementos pueblerinos. También, el quiteño se queda a medias en lo que dice, por ello es una ciudad de silencios, a pesar del ruido. “Una cosa es lo que dice y otra cosa es lo que piensa el quiteño”.
El primer acercamiento con la ciudad fue en los buses, en esa visión rectangular y fragmentada que uno tiene al ir dentro de ellos. La segunda mirada le viene con la caminata, Castro es un cazador de casa abandonadas, viejas y fantasmagóricas. Caminando llega sus personajes, a sus olores, a sus podredumbre.
Mas que la geografía de Quito, le preocupa la geografía de su gente, las montañas y declives del ser humano. En ese sentido, Quito es conventual, pero el convento está en el alma de su gente. El quiteño es ensimismado, como el Ourovourus, la serpiente que se muerde la cola. ,
Para Castro, el quiteño es doble baila salvajemente una salsa tropical y dentro de sí tiene al pasillo, al mundo y al dolor andino; una soledad y tristeza que emerge en la borrachera, fuera de la máscara y el disfraz. La ciudad -para el autor cuencano- , siendo centro del poder y de las fuerzas intelectuales, respira distintos aires, y ahí reside su esquizofrenia. En la mañana es laboral y densa, en al noche, desenfrenada y bohemia; es Dr. Jekyll y Mr. Hyde, el científico lógico y burocrático y el monstruo que sale a asesinar.La primera vez que EduardoVaras visitó la Plaza Grande se preguntó por qué se la llama así… en realidad, la experimentó pequeña. Se sintió descubriendo los entresijos de una ficción televisiva, como ver a Barney fumando, tomando y hablando malas palabras cuando la cámara no rueda.
Así, de entrada se encontró con una ciudad que no comprende del todo. Quito se le revela detrás de la imagen que proyecta Quito.Tampoco busca comprenderla, más bien vivirla. Para ello camina por su calles y parques; ahora, lo hace en La Carolina. Mientras anda, lee, mira a la gente, la ficciona y escucha música, vive la ciudad con una banda sonora múltiple y heterogénea, que entra en sincronía con esacotidianidad.
Ante lo que le es inentendible, ríe. Para Varas, todo Ecuador es una provincia; pero Quito guarda un carácter esquizofrénico, que se sostiene en la paradoja. El escritor guayaquileño mira cómo la gente se mueve con la misma efusividad para celebrar la independencia y la fundación española, cómo se bate entre lo colonial y lo moderno. Asimismo Varas siente que Quito tiene que resolver problemas de identidad, que tiene miedo al cambio y, sin embargo, la considera la verdadera ciudad independiente del país , por sobre su natal Guayaquil.
Hace tres años y medio, llegó a la capital, no hubo un asunto romántico medular en el traslado, era una época de transición. En la geografía de la ciudad vio una olla de presión y, así, se explica todas las movilizaciones políticas que se dan en sus calles. La montaña que la delimita le hace pensar en el quiteño como alguien que necesita de algo más grande para ubicarse, para saber dónde está parado. Mientras que, en el cambio brusco de clima, encuentra el factor sorpresa. “Hay que estar atento a sus dinámicas”, dice.