Lo más bonito de la escuela era el recreo. La libertad de correr, jugar, reírse. Era hermoso compartir con los amigos, comer algo: la bola de maní o la melcocha comprados en la tienda; el sánduche que te mandaba tú mamá o la porción del humeante mote con fritada que vendía la casera. Era fascinante también, luego de la obligada misa del domingo, ir a las proyecciones en el cine Fénix cuyas películas nos abrieron las puertas de la imaginación y la fantasía.
Lo más temido en la escuela era el profesor Rivera, de edad avanzada, buen docente en matemáticas, pero cascarrabias, que fuete en mano caminaba por corredores y aulas, buscando a algún niño “malcriado” para asentarle en las nalgas todo peso del poder de la escuela, la disciplina y el orden. Eran tiempos de “la letra con sangre entra”.
Lo más aburrido eran las clases de gramática, aritmética e historia marcadas por el memorismo. Era usual escuchar en las aulas a los niños recitar en coro por largas horas las tablas de multiplicar y la conjugación de los verbos hasta quedar grabadas en el subconsciente. Lo mismo, pero de manera individual, en historia, había que aprender de memoria fechas y nombres de presidentes, obispos y generales. Cero reflexión. Sin embargo, había también docentes que enseñaban cosas interesantes, te adentraban en los libros, en las ciencias y en los valores.
Así era la vieja escuela. Alegrías, juegos, amigos, libros y aprendizajes. Pero se imponía el garrote y el memorismo, la sumisión, que se practicaba desde lejos en el tiempo, desde la Colonia. El problema es que ese tipo de enseñanza todavía se practica hoy, aunque, al menos en Historia, desde su profesionalización en los 80, la memorización de datos, comenzó a ser reemplazada por la investigación y enseñanza de procesos y reflexión, bases de la nueva historia y la nueva escuela. Ese espacio innovador se creó en 1980 en la PUCE, siendo hasta ahora único del Ecuador, oasis que tiene que ser multiplicado si el Ecuador quiere salvarse.