La conmemoración del centenario del asesinato de Alfaro y de sus coidearios nos abrumó y agotó. La apreciación general es que se politizó, pasando el “Viejo Luchador” a segundo plano, para privilegiar los protagonismos, necesidades y conflictos políticos del presente. De toda la polvareda levantada quedó un sabor a utilización de la historia.
Sin embargo, del personaje hay mucho que aprender. Se debe retomar críticamente a Alfaro y, sobre todo superarlo. Hay que culminar su revolución inconclusa, profundizarla y remontarla en el marco de las necesidades y desafíos contemporáneos y del futuro.
Uno de los grandes aportes de Don Eloy fue dotarle al Ecuador de un proyecto de país que lamentablemente fue frenado en 1912 en algunos aspectos. De esta manera, si se quiere conectar con la tradición alfarista se debe aportar en la reconstrucción del sentido histórico y edificar un nuevo proyecto nacional que mire al 2100 y reitere en los procesos de integración social, nacional y latinoamericana; que impulse una inserción con inteligencia en las relaciones mundiales, una economía productiva, equidad social y una relación armónica entre ecuatorianos, con la naturaleza, viviendo la interculturalidad y la democracia,
Si Alfaro consolidó el Estado uninacional en concordancia con sus coordenadas históricas, los revolucionarios de hoy deberían eliminar aquel Estado que devino en homogenizante, centralista, paternalista y presidencialista, para dar paso a un Estado democrático, descentralizado, plurinacional e intercultural, que entienda la necesidad de crear la unidad en la diversidad y desarrollar el equilibrio entre un Estado fuerte y una sociedad civil organizada y participativa.
Si alguien se considera heredero de Alfaro debería recrear el pensamiento laico en el Estado y en la sociedad. De esta manera debería poner al poder público al servicio de los ciudadanos. Esto es impulsar un Estado tolerante que cree condiciones democráticas y sociales para que las personas en libertad desarrollen su trabajo, vida, pensamiento, creencias, desacuerdos y compromisos por el bien de todos. No hacerlo significaría ser anti laico: poner a los ciudadanos sumisos al servicio del Estado, en un marco de miedo y de eliminación de las libertades.
Una vocación alfarista contemporánea debería promover el diálogo y corresponsabilidad entre un Estado garante y una sociedad consciente. Para esto debería fortalecer la institucionalidad y eficiencia estatal junto a la organización y participación crítica de la gente.
Tal alfarismo debería desmontar la vieja tradición política, el clientelismo, la corrupción y el populismo. Crear nuevas estructuras partidarias, desarrollar la educación política de la población y el ejercicio ciudadano permanente frente a un Estado responsable y honesto que rinda cuentas.