La elección de la nueva Corte Nacional de Justicia es otro hito en el largo proceso de desinstitucionalización que se viene consumando en paralelo a la crisis del sistema político inaugurado en 1978. Son décadas en las que la administración de justicia no ha podido resistirse a la presión de los gobiernos de turno, presión que aparece como normal en las democracias modernas: todo gobierno quisiera tener a jueces y administradores de justicia de su mano, no solo para protegerse de posibles enjuiciamientos, sino para utilizarla con fines de amedrentamiento y persecución de opositores. Es frente a esta natural presión que las judicaturas definen su propia identidad, poniendo en juego principios básicos como la autonomía e independencia.
La situación en el Ecuador es sui géneris, no solo porque la reforma de la administración de justicia no se ha realizado preservando su autonomía, sino porque el proceso por el cual el poder político presiona sobre la administración de justicia fue legitimado por una consulta popular, lo que contradice las exigencias de una democracia madura, en la cual se garantiza la independencia de los poderes del Estado.
Esta debilidad en la “legitimidad de origen” de la nueva Corte empeora si tomamos en cuenta las serias sospechas acerca de la nominación de los jueces. Está demostrado, los procedimientos más subjetivos (como la entrevista sobre la idoneidad de los candidatos), fueron definitivos al establecer la calificación final de los postulantes.
Frente a esta debilidad de origen, se vuelve más relevante la “legitimidad de desempeño” que pueda alcanzar la Corte, por la independencia y autonomía en la rigurosidad de sus fallos. Y debe pasar la prueba, además, aplicando el paradigma neoconstitucional que inspira a la Constitución de Montecristi y que se asienta sobre dos principios cardinales. Por un lado, la idea de ampliar la discrecionalidad de los jueces en la interpretación de la justicia, pues su referencia ya no es la ley (que regula con mayor precisión el hecho jurídico), sino la Constitución (que por su misma universalidad y abstracción, brinda un campo más amplio a la interpretación). Por otro lado, el principio de homologación de jerarquía en la interpretación de los derechos, donde por ejemplo, el derecho a la libertad de expresión puede sacrificarse, si se considera que es más importante el derecho a la buena honra de un funcionario público.
La Corte tiene en sus manos no solamente la posibilidad de legitimarse a través de la idoneidad de sus fallos, sino poner a prueba la validez de los principios del neoconstitucionalismo, los cuales solo pueden realizarse bajo condiciones de absoluta independencia de la administración de justicia respecto del poder político. Algo que todavía está por verse.