En una de las parroquias cercanas a Quito se celebra una de tantas fiestas que hay en el año. Por las calles del pueblo desfilan los parroquianos en grupos presididos por la banda de músicos, seguidos por los priostes y por los danzantes vestidos de colores agrios y brillantes, llenos de cintas, borlas y espejos. Algunos portan bandejas con alimentos y otros reparten licor a los participantes. Mientras pasan ataviados con disfraces y caretas, echando petardos al aire y derrochando alegría, recuerdo las reflexiones que sobre la fiesta mexicana nos dejó Octavio Paz en ‘El laberinto de la soledad’.
Durante los días de fiesta, dice Paz, el pueblo grita, canta, silba, descarga su alma. La fiesta es un exceso “porque el mexicano no se divierte: quiere sobrepasarse, saltar el muro de la soledad que el resto del año lo incomunica. Todos están poseídos por la violencia y el frenesí. Las almas estallan como los colores, las voces, los sentimientos… Y esa fiesta, cruzada por relámpagos y delirios, es como el revés brillante de nuestro silencio y apatía, de nuestra reserva y hosquedad”.
Mientras pasan las comparsas chillonas, pienso también en la preocupación del Gobierno por el endeudamiento de la familia ecuatoriana que está gastando, dice, más de lo que tiene y se hace necesaria alguna regulación bancaria para corregirlo. -El armadillo le dice a la tortuga: ¡conchuda¡ -El Gobierno derrocha el dinero del petróleo y los impuestos, y gasta más de lo que tiene por lo que ha debido endeudarse en siete mil millones de dólares con China. Es el síndrome de la abundancia y la fiesta: gastar sin conciencia del ahorro.
El Gobierno derrochador y la familia ecuatoriana están de fiesta. Son incalculables los recursos y el tiempo que gastamos en fiestas, dice Paz, “la fiesta es un exceso, un desperdicio ritual de los bienes penosamente acumulados durante el año”. La abundancia de dinero que derrama el Gobierno en forma de bonos, subsidios, salarios, publicidad, compra de armas, becas, viajes y préstamos fáciles, exacerba nuestra inclinación al consumo.
Ya no se concibe el consumo como compulsión irracional hacia lo suntuario y superfluo, ni como producto de la relación entre medios manipuladores y audiencias dóciles según caracterizaban los adversarios de la economía de mercado. Ahora se concibe como un proceso más complejo en el cual se construye parte de la racionalidad integradora y comunicativa de una sociedad. Comprar objetos, dice Néstor García Canclini, colgárselos en el cuerpo o distribuirlos por la casa, asignarles un lugar en un orden, atribuirles funciones en la comunicación con los otros, son los recursos para pensar el propio cuerpo, el inestable orden social y las interacciones inciertas con los demás.
Consumir es hacer más inteligible un mundo donde lo sólido se evapora. ¡Viva la fiesta!