Miro hacia dentro y enfrento mi pasado. He vivido tratando de recuperar lo amado en las palabras, de convertir los sueños y dotarlos de fuerza en las palabras, de revivir en ellas lo irrecuperable. Y, porque, a veces, en una frase apenas escuchada se nos presentan recuerdos que creímos perdidos, intento aquí registrar mis empeños. Construimos universos con palabras, y las palabras construyen universos para nosotros, como hay también realidades que, sin encontrar palabras para expresarse, dan cuenta, en la práctica, de lo que no podemos formular. Sé de profundas delicadezas que se ignoran a sí mismas -esta es, quizá, la primera muestra de delicadeza-; de inteligencias sin cultivo que se expresan en el amor a la naturaleza, en la forma de dirigirse al hijo colmada de talento, melancolía y ternura, aunque no accedan a vocablos para referirse a sí mismas.
Mas quien escribe busca comunicar, ‘hacer común’ lo que pertenece a su recóndita individualidad. El escribiente se dirige a un lector inusitado; el lector lee el texto apenas predecible, y los dos concurren al significado en este rito peregrino de mutua participación.
Vivámoslo hoy en la evocación de un íntimo espacio cotidiano, ambivalente y querido, que los vocablos construyeron un día para mí.
Semillitas, el libro de lectura de la escuela, nada literario, me brindó la primera imagen de una madre que nunca coincidió con la de mi realidad real, y que, en rigor, nunca conocí.
La mamá libresca amaba, mimaba, tenía moño y molía (¡bendita letra eme!). La mía era tierna, pero no me mimaba; no me amaba, ‘solo’ me quería; no molía ni tenía moño, ¡¿qué hacer con tanta contradicción, sino recrear repetidamente en la palabra el sueño de la madre que molía, tenía moño, mimaba y amaba!? Las discrepancias se confirmaban, además, en usos y costumbres: durante mi infancia, los niños apenas participábamos en el mundo adulto; las mamás reían con las amigas más que con los hijos: con estos debían mostrarse severas y un tanto lejanas. Cuando llegó la adolescencia turbulenta de alegrías, descubrimientos y pequeñas-grandes penas, los hijos ya no tuvimos tiempo de reír con las madres: bebíamos afuera la vida, los afectos, y nos empezábamos a ir.
La madre que yo habría querido tener, la que molía en el molino y peinaba un alto moño, la que perdura ideal en el recuerdo no existe. Pero existe aún en mí la mujer que me hizo entender que querer y amar tienen un único significado, y puedo reconstruir sobre la realidad de aparente carencia, lo suave y delicado, el ámbito materno secreto, exigente y único en que me tocó vivir.
Dejar la imagen que quiero que conste aquí es una forma de acercarme a todos, para desconfiar, definitivamente, de la ilusión y de las esperanzas que crean para nosotros, todavía, las palabras .