Hace pocos días escapaba de los guerrilleros el sargento de Policía colombiano Luis Alberto Erazo, tras 12 años de secuestro en la selva. La alegría de su liberación se veía empañada con la noticia del asesinato de sus compañeros de calvario.
En los oficios religiosos por el alma de los uniformados, el obispo Héctor Gutiérrez -en un llamado a los alzados en armas- dijo: “Sentémonos de nuevo a conversar ( …) En Colombia hay café para todos, hay pan para todos, vengan a disfrutar de este país”.
La guerrilla colombiana, causante de miles de asesinatos a la población civil en ataques a poblados, ajusticiamientos, fusilamientos y actos terroristas, es una de las más crueles de las que el continente tenga memoria.
Hoy asociados con el narcotráfico, los subversivos han perdido a sus principales cabecillas y su capacidad militar y de comunicaciones está severamente mermada. A pesar de esto mantienen en cautiverio a varias centenas de militares y policías.
El testimonio de Erazo, fugado la semana pasada, da cuenta de que lo encadenaban durante varias horas. Registros videográficos han mostrado tomas de secuestrados tras las rejas en campos de concentración, cuyo aspecto clama al cielo. La guerrilla colombiana está disminuida pero de ninguna manera herida de muerte y tiene capacidad de maniobra y de causar daños todavía letales.
Colombia merece la solidaridad de los países del continente. Cabe rechazar que las FARC hayan hecho llegar un mensaje de apoyo a la cumbre de mandatarios de América Latina y el Caribe reunida en Caracas. Los demócratas deben deplorar cualquier relación con una organización que hace tiempo dejó de ser una guerrilla ideológica y devino en un grupo narcotraficante y terrorista.