Cuando alguna vez se hablaba del derecho a la resistencia, no se tomaban en cuenta -se advirtió, pero poco caso se hizo- los peligros que significaba para cualquier país que esta estuviera avalada, aupada y hasta organizada por un gobierno. Es algo que carece de sentido. El Estado -todo Estado- recurre a las fuerzas coercitivas para su supervivencia; no puede, a la vez, ser el que promueva la rebelión.
Retóricamente, suena muy interesante el derecho a la resistencia. Dicho por el Estado, es apenas eso: una figura retórica. La realidad es que cuando la avala un Gobierno, el sistema democrático está en peligro porque es su propio administrador, el llamado a defenderlo, el que lo amenaza.
El derecho a la resistencia fue defendido por la izquierda. Convencida de que habla en nombre de la historia (algo que no pueden disimular), se creía perpetua, como si de verdad desconocieran la historia. Entonces, aquello les impedía ver que algún día la derecha habría de sacar ventaja de esa figura.
América Latina ha sido escenario de esta montaña rusa desde el comienzo del siglo: un gobierno liderando marchas o, peor aún, contramarchas. Lo han hecho los kirchneristas en Argentina; los chavistas, en Venezuela; los correístas, en Ecuador; los moralistas, en Bolivia.
En Brasil lo hizo el Gobierno de Lula, pero ahora está ocurriendo con el signo inverso: la no exangüe ultraderecha, con el presidente Jair Bolsonaro encabezándolas.
Las imágenes que la movilización de sus seguidores son impactantes. Eligió, además, el 7 de septiembre, día de los 199 años de la independencia del país, para sacar a la calle a sus seguidores y meter presión a las instituciones republicanas: Parlamente y Supremo Tribunal Federal (STF).
Sí. Bolsonaro mostró su respaldo popular, que le sirvió para volver a amenazar la institucionalidad. Y eso le convirtió, según Marcelo Cantelmi, analista internacional del diario argentino Clarín, en un gobernante “aún más peligroso”.
A Bolsonaro le molestan las instituciones. Y si hay algo que es sustancial a la democracia es el respeto a la independencia de los poderes. Para algunos gobernantes, solo tienen valor si siguen fielmente su línea. Y en esto no hay diferencia entre un populista de derecha o uno de izquierda.
Investigado por STF por sus ataques a la democracia y la divulgación de información falsa, el Mandatario arremetió contra el juez Alexandre de Moraes, que lleva adelante el caso.
Dijo que “no podemos permitir que una persona ponga en riesgo nuestra libertad”. Luego vino lo más duro, una advertencia de golpe: “O el jefe de ese poder encuadra a los suyos o ese poder puede sufrir aquello que nosotros no queremos”.
Bolsonaro es un admirador del expresidente estadounidense Donald Trump, que también buscó romper la institucionalidad en el país donde nació la democracia moderna. Y aquellas imágenes de la turba asaltando el Capitolio para evitar la oficialización de Joe Biden como presidente electo tuvieron en Brasil su réplica.
Tal como Trump, para Bolsonaro se está fraguando un fraude en su contra. Sabe que su popularidad ha caído en picada. Según las encuestas, ante las que hay que mantener cierta reserva por sus desaciertos en los últimos años, está en el 25%.
Además, Lula, a quien desprecia con toda su alma, está creciendo y es el favorito para ganar los comicios del 2022. Por eso Bolsonaro está buscando restar legitimidad al sistema electoral de voto electrónico, que en ese país jamás ha sido cuestionado. Lo mismo hizo Trump con el voto por correo postal.
Mesiánico como es (curiosamente su segundo nombre es Messias) dice que solo Dios lo sacará de poder.
Pero a diferencia de Estados Unidos y más bien a semejanza de Venezuela, Bolsonaro se ha respaldado en los militares. Gaspard Estrada, politólogo especializado en América Latina, escribió en el New York Times que “la cúpula de las fuerzas armadas ha jugado un papel central en este objetivo, muchas veces respaldando las embestidas autoritarias del capitán retirado”.
Bolsonaro cuenta con mas de 6 000 militares en cargos del Estado. Y para las marchas del 7 de septiembre, al menos el 30% de policías decía tener la intención de participar de ellas.
El problema para Trump y Bolsonaro es que no tuvieron la suerte de lograr la “refundación” de sus países con nuevas constituciones, que alimenten su ansia de poder. Porque el poder para ellos, los populistas, es una cuestión personal.
El milenial salvadoreño Nayib Bukele logró que la Justicia le permita la reelección inmediata; lo mismo hicieron Evo Morales, Rafael Correa, Hugo Chávez, Daniel Ortega.
Esto nos plantea un dilema enorme: ¿es el principio universal o el interés ideológico lo que debe predominar? De preferir el segundo, el péndulo político se puede extender peligrosamente hacia extremos radicales cada vez menos democráticos.