Dicen que Salta está a 18 horas de Buenos Aires en ómnibus. Y el cálculo es cierto para cubrir los 1 508 kilómetros que separan a ambas ciudades. Pero esa no es la distancia real: son años de cultura, clima, música, geografía y su gente que hacen de Salta, en el noroeste, aquello que bien podría llamarse “la otra Argentina”.
Dos rutas unen la capital con Salta: la 9 y la 34. A lo largo de 1 200 kilómetros de viaje, hasta Tucumán, por las ventanas del transporte, se ve aquel paisaje que cumple con el imaginario que se tiene de Argentina: planicies interminables por los cuatro puntos cardinales, apenas interrumpidos por árboles solitarios, con grandes sembradíos de maíz y soya y cientos de cabezas de ganado. Es la Argentina rural, que alguna vez llamaron también “el granero del mundo”.
El viaje permite ver el atardecer por occidente y el amanecer por oriente. Un cartel dice “fin del límite urbano”, de algún pueblo cuyo nombre no se puede leer bien. Poca importancia tiene: jamás una casa apareció por ahí. A lo mejor la urbe está más allá de “donde se pierda la vista”, como decían los conquistadores cuando se repartían las tierras. Son muy pocas las casas que se observan a la vera de la ruta: unos ranchos pobres –“pintorescos”, diría uno de los ricos en la tira Mafalda-, con sus habitantes tomando mate bajo el insoportable calor del verano austral que bordea los 40°.
Todo comienza a cambiar pasando Tucumán. Ya el motor abandona el ritmo monótono que le había impuesto la carretera de línea recta. Las incipientes curvas de la ruta parecen hechas para que el conductor no se duerma. Después de Tucumán, al que llaman ‘el jardín de la República’, los cerros de verde intenso comienzan a emerger de entre la llanura.
-Ya estamos cerca de Salta –se dice con alivio una mujer, extenuada a pesar de que los asientos del ómnibus se convierten en camas absolutas, con televisión particular para cada pasajero y hasta whisky servido por una azafata buenamoza.
No se puede decir ‘Salta’ si no se añade “la linda”. Salta, la linda. Salta asombra y parece inagotable. Todo el año llega a esta provincia turismo de todo el mundo y ya con el verano a cuestas, miles de argentinos llegan al noroeste argentino en busca de algo diferente. Son fundamentalmente familias jóvenes y mochileros que escapan de la gran ciudad que son la costa atlántica o los lagos de Córdoba: tirados en las playas de día, discoteca interminable por la noche.
A Salta se debe llegar con el pecho erguido y la voluntad incólume porque lo que menos se puede hacer en esta provincia es estacionarse. Se vive de viaje en viaje, posiblemente hacia el encuentro de ‘lo otro’ que habita en uno. Puede ser en la soledad de la montaña, en el silencio los valles y quebradas de muchos colores, en las cascadas, en las largas caminatas por senderos difíciles, en los senderos de cornisa por las quebradas en los que a ratos parece estar en juego la vida o hasta algún milagro de fe o los encuentros con seres mitológicos.
“Los turistas vienen y se quieren quedar. Los salteños no nos queremos ir. Y si en algún rato nos vamos, siempre vamos a volver. Me fui a trabajar al campo y volví. No se puede vivir fuera de Salta”, dice Hugo Leguizamón, masticando hojas de coca, tomando un vino y escuchando zamba, música tradicional de la región. Todo es posible en Salta. Pero será más el encuentro con otra forma de vida, más simple y amable, tan gauchesca e indígena, con su folclore sobre los hombros, tan parecido al sur de Bolivia y tan distinto a Buenos Aires, falazmente identificada como la Argentina.
De Salta más al norte, la geografía comienza a cambiar. Al paso de los kilómetros, los verdes y tupidos cerros se convierten en secos y pedregosos. Enormes rocas cuelgan de las montañas, como por gracia divina. Parece que en cualquier momento se pueden venir para abajo. Los cardones (cactus) crecen en toda la geografía.
Todo indica que San Antonio de los Cobres está cerca. La altura comienza a ser un tema serio y persiste, para los que no son de allí, el temor del ‘apunamiento’ (soroche). A 3775 msnm, es muy posible sentir la falta de aire, el mareo, las ganas de vomitar. Al hospital del lugar van muchos turistas que se descompensan ni bien llegan.
“¿Probó con la hoja de coca?”, preguntan siempre. Y gentilmente, todos sacan de sus bolsillos un poco para aliviar al apunado. “Vaya a comer algo ligero y descanse”, recomiendan. Una sopa y un filete de llama es la mejor dieta para compensar en algo el sufrimiento. La carne es magra y no muy dura. “A la llama no la comemos muy de viejas porque ahí sí la carne es dura”, dice Roque Fernando sin acento que lo identifique con el estereotipo del argentino. Pero es argentino: del norte andino, ignorado y pobre.
“Es otra forma de vida. Hay pobreza, pero estamos mejor que antes”, dice Guzmán Vivero, quien dejó Salta hace siete años porque no soportaba la velocidad de lugar, para preferir este pueblo de algo más de 5 000 habitantes. En San Antonio de los cobres se vive de la minería (borato y sal), de la educación y del servicio público.