Mi nombre es Natalia Donoso Donoso, soy nieta de José Donoso e hija de Pilar Donoso. Tengo 25 años, un marido y un hijo. El 15 de noviembre de 2011 mi madre se suicidó. Ella tenía 44 años; yo, 24.
Mi madre sufría de una depresión de la que salía y entraba.Y entremedio, e incluso en esos momentos oscuros, aparecía la mujer intensa, divertida, a veces también muy triste, que yo conocí.
Soy la mayor de mi familia. Tengo dos hermanos Clara (19) y Felipe (14) y a pesar de que mi memoria es muy mala, me acuerdo de cuando era pequeña y mi mamá me trataba como una muñeca. No me soltaba, estaba todo el día encima de mí peinándome, cortándome las uñas, bañándome, vistiéndome.
Una vez viajamos a París, las dos solas, yo tenía 13 años. Ella trabajaba como relacionadora pública de Hermès, y viajaba dos veces al año a Europa. La mayor parte del día me lo pasaba sola, pero cuando llegaba hacíamos muchas cosas. Cuando salíamos a comer nos moríamos de la risa, porque ninguna de las dos hablaba francés; entonces, tratar de darnos a entender era como un juego. En ese viaje generamos grandes vínculos, nos convertimos como en pares.
Íbamos todos los domingos a almorzar a la casa de mi abuelo José Donoso, un lugar increíble en Providencia, con rico patio, tres pisos. Todos los espacios eran gigantes y altos, el living era tremendo, el comedor igual de grande. En el tercer piso estaba la guarida de mi abuelo. Era una mansarda con una escalera de madera que sonaba. Estaba prohibido molestarlo, pero yo subía igual y nunca me retó.
Nunca tuve mucha conciencia de quién era mi abuelo. Para mí era un guatón de pelo blanco, igual a todos los demás tatas. La primera vez que me di cuenta de que era importante fue para la avant première de Coronación (2000). Yo tenía 14 años. Fue una gala y tuvimos que ir todos con vestido formal; ahí pensé, “qué onda, por qué tan importante”. Además, por ese tiempo me di cuenta de que él se relacionaba con gente que yo veía en la tele, como la Delfina Guzmán. Supuse que era famosillo, pero nunca le tomé el peso de que era alguien tan importante en la literatura; de hecho, no sabía si era en la literatura o el teatro. Podría haber sido actor porno y para mí habría sido lo mismo.
Tengo fotos de él leyéndome libros. Tenía tres años y me leía Alicia en el País de las Maravillas. Era un abuelo dedicado. Cuando busqué lo que él decía de mí en el libro de mi mamá, me encontré con esta frase: “La Natalia, la quiero”. Yo lo sentía. Fui una nieta muy mimada.
Mi abuela era divertida, jugábamos a los disfraces, a que éramos hermanas. Me mandó a hacer unas tenidas de terciopelo morado para jugar. Ella me daba mesada, mil pesos todas las semanas. Era mucha plata. A mi mamá le cargaba que me dieran plata.
Mi abuelo era una persona relajada con las normas sociales, pero era cero relajado con él mismo. Con el vestir, con la limpieza. Era obseso con la mugre, se sentía sucio. Él era muy cuidadoso con él mismo.
La relación entre mi madre y mis abuelos se parecía harto a la que yo tenía con mi mamá. Cuando había buenos momentos, eran muy buenos, de un apoyo muy potente. Cuando no estaban bien, era pelea fija. A pesar de todo, y esto es algo que caracteriza a mi familia, las peleas no duraban más de una semana.
Mis abuelos fueron un apoyo en todo lo emocional para mi mamá. Cuando mis papás se casaron, mis abuelos hicieron la fiesta de matrimonio en su casa. Siempre tuvieron sus puertas abiertas para recibir las necesidades emocionales de mi mamá. Incluso cuidarme. Las peleas eran, por ejemplo, por los gastos. A mi abuelo le cargaba gastar; cuando mi mamá se estaba haciendo el tratamiento para tener a mi hermana Clara porque a ella le costó mucho quedar embarazada, alegaba. Encontraba degenerado lo que estaba gastando mi mamá. También peleaban por mí. Mi mamá era muy dura conmigo, me exigía un comportamiento más de adulto. Una vez vi como discutieron por eso. Mi mamá me tomó en brazos y nos fuimos.
Ellos siempre fueron una imagen muy presente. Apesar de que se dice que la de mi mamá fue una vida tormentosa y que lo pasó mal con su familia, ellos nunca estuvieron ausentes de su vida. No recuerdo una Navidad sin ellos, ni un domingo. Incluso celebré cumpleaños en su casa. Hubo un tiempo en que me chocaba cuando mi mamá me decía, “yo lo pasé mal en mi infancia”. Yo pensaba “ya, de a dónde”.
Desde siempre supe que mi mamá fue adoptada. Llegó a vivir con mis tatas a los tres meses, ellos ya eran mayores y llevaban varios años tratando de tener hijos sin resultados. Que ella fuera adoptada nunca fue un tema para mí. Sí siempre sentí que tenía que protegerla de ciertos comentarios, como cuando uno es chico y le dice al hermano para molestarlo, “tú eres adoptado”. En mi casa nunca se tiró ese tipo de tallas. Todos entendíamos que había cosas con las que no se bromeaba. Pero no era un tema tabú.
Una vez, cuando tenía 15 años, le pregunté por qué no buscaba a sus verdaderos padres. Me dijo que le gustaría, pero que sentía que era una traición partir a buscarlos ahora que mis abuelos no estaban. Ella siempre tuvo sospechas de quién era su padre. Cuando se destapó todo este tema de las guaguas robadas en España, que eran justo de la generación de mi mamá, ella empezó a investigar. Se juntó con mucha gente aquí en Chile que había sido adoptada en esas fechas en España. Y estaban buscando causas, buscando información. Ella tenía sospechas de que pudo haber sido una guagua robada.
No voy a seguir con esa búsqueda, no me interesa. Yo tengo a mis papás y para mí, mis abuelos fueron José Donoso y Pilar Serrano, me da lo mismo de quién nació mi mamá.
Después de la muerte de mis abuelos, mi mamá nunca fue la misma, para bien y para mal: por un lado se sacó la carga de tener que ser la responsable de sus papás, porque ella les veía las cuentas, el banco, todo. Era una carga pesada que también se prestó para lo que dice el libro: que mi tata creyera que ella le estaba robando. Claro, mi mamá llevaba todo, pero era porque ellos eran incapaces de partir a un banco. Su muerte la liberó de esa carga y pudo tener más tiempo para sus cosas. Pero también es muy duro perder a los padres tan seguido, ellos murieron con dos meses de diferencia.
El día que murió mi abuelo sonó el teléfono en la noche, tipo tres de la mañana. Supe que había pasado algo malo. Mi mamá contestó, se quedó callada un momento y luego comenzó a llorar.
Yo tenía 10 años, mi hermana Clara, cinco. Fue una época complicada para mi familia.
Mi abuela murió en febrero de 1997. Estaba enferma, la tenían en la UCI o la UTI, de acuerdo a si mejoraba o empeoraba. Mi mamá estaba sobrepasada, no había tenido tiempo de llorar a su papá y ya estaba haciéndose cargo de su mamá. Me mandaron de vacaciones para que no estorbara y cuando me fui a despedir de mi abuela a la clínica, le dije que me iba de vacaciones y que la quería mucho. Volví dos semanas después y apenas vi a mi papá, me dijo, “la yaya se murió”. Fue tan repentino, que ni siquiera me dio pena. Nunca la lloré.
Con la muerte de mis abuelos mi mamá se deprimió. Lloraba mucho pero no es que se quedara acostada, ella nunca fue la típica deprimida en cama, mi casa funcionaba igual. Pero yo percibía todo. Es que tu mamá es la que te apapacha, te quiere, y la mía estaba en otra.
Mi mamá decía, “que se mueran mis papás es como que me hubiesen abandonado de nuevo”. Y claro, era un doble abandono para ella, porque algunos niños que son dados en adopción crecen con la idea de que alguien no los quiso, no estuvo dispuesto a tenerlos, cuidarlos, quererlos. Ella sentía que se había vuelto a quedar sola.
Siempre pensé que mi papá no estuvo con mi mamá en esa época, que no fue de mucha ayuda emocional para ella. Pero ahora que tuve que desarmar su casa me encontré con cartas que le escribió mi papá en esa época. Él estuvo, la trató de apoyar, pero uno es limitado, uno no entiende muy bien lo que está viviendo el otro. Me pasa a mí ahora, mucha gente no sabe bien cómo apoyarme, les da nervio decirme algo que sea desubicado, incluso le pasa a mi pareja. Finalmente creo que mi papá, dentro de esas limitaciones, sí estuvo ahí para ella.
Los siguientes años fueron muy difíciles para mí. Me puse súper rebelde, porque cuando uno se da cuenta de que los papás están más vulnerables, empiezas a hacer de las tuyas. Me empecé a portar mal, salí un montón, pero más allá del copete y del carrete, mi gran problema era la autoridad. Yo no respetaba ningún tipo de autoridad. Esto fue entre los 13 y los 15 años.
Mi mamá era buena para castigarme y yo le decía cosas hirientes. De una de ellas me arrepiento hasta hoy, porque tiene que ver con que ella era adoptada. No quiero contar cómo fue, porque no es un tema superado para mí, aún me siento culpable.
Unos años después, cuando yo tenía 16, 17 años, comenzamos a tener una mejor relación, que luego se transformó en algo súper lindo. Hasta el día en que murió, mi mamá fue mi mejor amiga, le contaba todo.
Los primeros años después de la muerte de mis abuelos, mi mamá comenzó a tomar. Antes no tomaba nada y empezó con una que otra copa de champaña, a mí no me parecía raro. En la casa de mis amigos yo veía que se tomaba harto más. En un principio mi papá no decía nada, pero después sí. Cuando yo tenía 16 años, empezaron las discusiones; no eran algo constante, había períodos en que sí tomaba y otros que no.
Al salir del colegio sus peleas fueron más grandes, mi papá era muy racional y no podía entender que mi mamá siguiera deprimida, que todavía le pesara haber perdido a sus papás. Ella ya había empezado a escribir Correr el tupido velo. Ese libro partió con un evento súper desafortunado: un periodista fue a la universidad de Iowa, donde estaban los diarios de mi abuelo y publicó extractos de ellos. En mi casa quedó la escoba. El eje de lo que se publicó ahí es que mi abuelo era homosexual. A mí nadie me había dicho nada, pero era algo que se manejaba. A mi mamá le salieron las garras: el periodista quería escribir un libro y ella le dijo que no iba a permitir que ninguna editorial lo publicara. A la que lo hiciera, ella la demandaría. No se publicó.
Ahí vino el quiebre: mi mamá decidió escribir este libro con la idea de decirle a la gente que viniera a hacerle preguntas, “lee mi libro”. Y yo creo que fue un poco así.
Ella pasaba todo el día encerrada en la casa haciendo el libro. Se sentaba entremedio de unas rumas de libros y leía unas letras minúsculas. Por eso creo que se tardó todos los años que se tardó. Uno llegaba a la casa y ahí estaba mi mamá con libros, fotocopias, referencias. Mi mamá entregó mucho por ese libro.
Ella estaba leyendo un diario de vida y eso es peligroso. Había veces en que te la encontrabas con emociones súper a flor de piel, era muy abierta en contar qué le pasaba. Lo que más le dolía era cuando le decían que era “ajena”. Cuando eso pasaba se ponía de mal humor, súper vulnerable. Si le decías algo y le llegaba a caer mal, era tres veces más terrible.
Ahí ya estaba muy bajoneada, sonreía poco, estaba apagada. Mi mamá era una persona bien enérgica. Independiente de si tomaba o no tomaba, el factor más importante para mí era que la encontraba apagada, con menos goce, disfrutaba menos las cosas.
Una mañana mi papá se fue de la casa y nunca más volvió. Yo iba en primer año en la universidad. Cuando pasó eso, mi mamá se deprimió en serio. Lloraba, tenía mucho conflicto con el resto de la gente, porque esperaba mucho de las personas. Eso es algo que a mí me ha tocado vivirlo ahora: el mundo no se para porque tú estés sufriendo. Es complicado encontrar a alguien que te pueda apoyar todo el tiempo.
Ella estuvo enamorada de él hasta el día en que se murió; independiente de si tuvieron otras parejas, mi mamá lo amó hasta el último día. Lo sé, porque siempre me lo dijo. Y para mi papá también ella fue el amor de su vida. Si todo hubiera funcionado bien, las cosas serían tan distintas hoy. Porque cuando mi papá se fue, para mi mamá ocurrió su tercer abandono y la tercera es la vencida. Se fue en picada. Desde entonces, a ella le costó mucho ser feliz.
Pero mi mamá nunca dejó de funcionar, su casa siempre estuvo ordenada, sus trámites siempre estuvieron al día, ella siempre habló con nosotros y supo qué era de nuestras vidas. No era la típica mamá ausente encerrada en su pieza durmiendo. Era otro tipo de depresión la que tenía y que llevaba muy por dentro.
Dentro de mis limitaciones yo siempre traté de estar ahí para lo que fuera. Tuve problemas con mis pololos y amigas, porque para mí ella estaba primero. Era la persona a la que yo más quería y quiero en este mundo, aparte de mi hijo. Ella dio todo por mí, y yo hasta hoy, que está muerta, voy a seguir dando todo por ella. Siento que ese es mi papel. A pesar de todas las depresiones, a pesar de toda su pena, mi mamá fue un pilar fundamental. Cuando tuve problemas, siempre acudí a ella. Me apoyó cuando quedé embarazada. Esa vez dormí tres días en su cama, con ella, abrazadas, porque me contenía, me acogía. Postergó sus penas y sus males por los míos. La cantidad de veces que llegué a las seis, siete de la mañana, llorando por alguna pelea de pololos, y ella siempre estuvo ahí.
Eso es lo que quise rescatar en la carta que envíe a El Mercurio cuando salieron todos los artículos de gente conocida, de parientes hablando sólo cosas terribles de ella. Yo quería decir: “Sí, es verdad, estaba deprimida. Sí, es verdad, se suicidó. Pero a pesar de que le tocó vivir una infancia horrenda, tiene tres hijos que la adoran y que están sufriendo porque ella no está”.
Es verdad que en una entrevista dijo que este libro le había costado su matrimonio y que sus hijos se alejaran. Pero yo creo que lo que le costó el matrimonio no fue el libro, sino que todas las emociones que generó en ella y que ni mi papá ni sus hijos supimos entender en ese minuto.
Mis papás siempre fueron reservados en sus temas de pareja, pero sí sé que ella se puso difícil. Ella siempre fue una persona de emociones muy complejas. A mi papá le costó mucho entender esto. Y yo no los juzgo. Ambos tenían la razón desde su punto de vista. Mi mamá necesitaba demasiada atención y mi papá no se la pudo dar.
La razón por la cual me fui con mi papá fue porque la relación que ella y yo teníamos me estaba haciendo daño. La gente me decía que nosotros estábamos en una escalada y que teníamos que parar. Yo no me fui arrancando de ella, me fui buscando una mejor relación con ella. De hecho, para mí esto no era definitivo, nunca me imaginé que iba a terminar así. Incluso, hasta un tiempo antes de casarme (en marzo pasado), yo todavía tenía la idea de volver a vivir con ella. Mi hermana Clara lo hizo, aunque ellas no se llevaban tan bien; de hecho, estaban viviendo juntas cuando mi mamá se suicidó.
Ella había hecho otras locuras antes, lo había intentado, pero yo tenía muchas expectativas de que ahora iba a estar bien; tenía un departamento nuevo, tenía planes.
Ese 15 de noviembre me llamó mi hermana para contarme que habían peleado y que mi mamá se había encerrado, eran como las 2 de la tarde. Mi mamá era buena para enojarse y decir: “No te voy a hablar más”, y se encerraba. A los diez minutos te abría.
Ese día mi hermana tenía clases, entonces le dije, “ya, llámame cuando salgas y si sigue encerrada vemos cómo la sacamos”. Ya eran las ocho de la noche y mi mamá no me contestaba. Me fui a su casa. Cuando llegué estaba mi tía Luz y su marido, quienes la cuidaban en el último tiempo. Habían llamado a un cerrajero. Ahí abrimos la puerta y nos encontramos con lo que nos encontramos. Entré con mucha rabia, entré diciéndole, “¡mira lo que nos haces hacer!”. Encontrarla así fue terrible.
He sufrido mucho con su pérdida, pero con el tiempo también me he dado cuenta de que al fin está descansando. Mi mamá sufrió tanto el último tiempo, esto es lo que quería y estoy convencida de que ahora puede cuidar a los suyos. Y más que nada, al fin está con mis abuelos, ella se sintió muy sola sin sus padres.
A mi mamá no le guardo rabia; por mí ella hizo mucho, se preocupó de cosas de las que nadie más se preocupó. Ella incentivó mi cambio de colegio, porque yo lo estaba pasando muy mal, estaba perdida, me llevó al psiquiatra cuando consideró que no estaba bien. Mi mamá me salvó de muchas cosas.
No quiero leer el libro por ahora. Mi error fue no haberlo hecho antes, por eso ahora prefiero esperar a que mi herida sane. Por mucho que me vea compuesta, aún sufro y necesito estar tranquila para leerlo.
No voy a escribir un libro de la vida de mi mamá, no me voy a torturar, no quiero condenarme. La vida de cada uno es de cada uno, y si bien respeto lo que ella hizo, yo nunca estuve de acuerdo. Desde la primera vez que la vi afectada por algo que salía en esos libros, me pareció que no debía hacerlo más. Mi papá pensaba igual. Ahora, resultó ser un libro increíble, pero a costa de muchas cosas y de ella.
Mi mamá dejó mucho material para otro libro, no voy a dar detalles aún, pero sí me gustaría trabajar con ese material. No tiene nada que ver con la vida de mi familia.
He pensado en lo que le sucedió a mi mamá y en los genes. Y me da terror, lo de las depresiones es algo que yo ya sé que heredé. He estado muy deprimida, he estado en tratamiento, he sufrido un montón de cosas que tienen que ver con mi historia, pero también con mis genes. Por lo mismo, me tengo que cuidar el doble. Hoy estoy luchando por mi familia, por mi hijo. Me cuido, porque si eres una persona que tiene el historial que tengo yo y tienes una mamá que se suicida, lo primero que haces es partir al psiquiatra. “Oye, pasó esto, cómo lo enfrento, qué hago, qué tomo, qué digo, qué no digo”.
Desde la primera depresión que tuve cuando era chica, siempre he estado bajo supervisión, porque tengo claro que esta cosa está latente en mí. Y me muero de miedo, porque quiero ser muchas de las cosas que mi mamá fue, pero hay muchas que no. Mi pega ahora está en rescatar lo bueno y desechar lo malo.
Esa es mi máxima tarea personal hoy.