A menudo, al discutir sobre lenguaje, surge la pregunta sobre qué es lo correcto, es decir, la norma. ¿Es esta una camisa de fuerza para quienes hablan un idioma? ¿Debería proscribirse del reino del buen lenguaje a quien ose transgredirla?
El problema de la norma es que se la tiende a ver como la última palabra, la frontera lejos de la cual no hay más opción que la incultura. Sin embargo, su función es encaminar a los idiomas, no detenerlos. La norma es como un muro construido para encauzar un río. El idioma es el río y que exista el muro no implica que no seguirá fluyendo. Lo trágico sería que la norma estancara al idioma y no lo dejara fluir. El hecho de que existan normas no significa que no se trate de un idioma vivo.
Ahí entra el uso. Al ser un idioma vivo, los usos del español son enormes. Es un idioma que crece, que se nutre de muchas vertientes, como el río.
No obstante, se ve a la norma como la policía del uso, en lugar de verla como algo que colabora para que este no se desboque, para que el idioma tome de otras vertientes lo que lo nutre, sin perderse en ellas, para que llegue vivo al mar de las palabras.
Antes de que se oficializara a la RAE como autoridad normativa del español, el uso condicionaba a la norma, pues el Diccionario de Autoridades regía al idioma; debía escribirse como lo hacían los principales escritores españoles, como Cervantes o Quevedo. Luego, con la RAE, la norma empezó a condicionar el uso. Creo que en la actualidad estamos volviendo al principio: la norma se acopla al uso, pero no al uso desbocado y sin sentido, porque quienes hablamos español, aun sin saberlo, desechamos lo que no le viene bien y lo nutrimos de lo que le falta.
El uso es riquísimo, la norma también. Solo hay que hallar el justo medio.