Venezuela y Nicaragua son testimonios de cómo se destruyen las repúblicas, de cómo se liquida el Estado de Derecho, de cómo se puede demoler la economía, y de cómo, en nombre de una ideología, al tiempo que se proclama la soberanía y la democracia, se anulan los derechos y se hace de los países infiernos donde campea la miseria y la represión.
Negar las evidencias es propio de necios o, quizá, penosa tarea de cómplices en la que se empeñan no pocos aspirantes a políticos que prosperan en nuestros países. Defender a Maduro y a Ortega en nombre de soberanías transformadas en parapetos tras los que se oculta el abuso, la corrupción y el disparate, es un ejercicio de cinismo. Hablar, en esas circunstancias, de “democracias populares”, es persistir en la línea de sofismas que, a su tiempo, resultó útil para que sobreviva el régimen de la familia Castro, con la complacencia de no pocos intelectuales, que encontraron allí el púlpito para pontificar sobre el “progresismo” y las libertades.
La emigración de venezolanos, convertida en un asunto de preocupación nacional, debería, además, ser la mala conciencia de una izquierda que, por años, proclamó el socialismo como panacea, y las dictaduras y caudillismos como la solución de los problemas sociales y económicos. Esa emigración debería servir de punto de inflexión para replantear los simplismos revolucionarios y las tesis de que el poder puede ser entendido como propiedad de algunos iluminados.
Que las dictaduras y los autoritarismos disfrazados de democracias, provoquen descalabros políticos y económicos, es parte de la historia de América Latina; es, de algún modo, esencial a nuestras patologías. Pero que autoritarismos y populismos, auto titulados democráticos, lleguen, además, a la liquidación sistemática de la sociedad civil, la familia, la cultura, las creencias y las instituciones, como ocurre ahora en Venezuela y Nicaragua, es ciertamente insólito, porque el daño es más profundo. ¿En eso consisten las revoluciones? ¿Para eso sirven las doctrinas? ¿Es esa la meta de las “liberaciones”?
Las esquinas de Quito, el paso de Rumichaca, y las calles de las ciudades del Ecuador, son el escenario de una tragedia conmovedora, cuyas dimensiones empiezan apenas a advertirse. Y es un signo certero de los peligros del caudillismo y del poder sin frenos y sin plazos, del Estado convertido en propiedad de una cofradía y en monopolio de una trinca.
Los grupos de venezolanos hacinados, y la evidencia de que profesionales, estudiantes y madres cargadas de sus hijos, pueden transformarse, por obra del despotismo, en vendedores ambulantes, deberían convocar al apoyo y también a la reflexión de que las repúblicas pueden destruirse fácilmente. Y que la libertad puede convertirse en la nostalgia del destierro.