¡El mito en nuestra historia!, ansia de conocer el sentido de la naturaleza de la cual formamos parte, e íntima obstinación por trascender el tiempo. La pregunta por el destino humano no se agota en la búsqueda del sentido de la vida: aspira a nuestra sobrevivencia en el más allá; ¿será cuestión de vanidad, de resistencia casi procaz a abandonarnos a la realidad de la muerte?
La inquietud por nuestra inmortalidad ha dado lugar a infinitas respuestas que transitan entre esta íntima aspiración y la difícil fe en un Dios existente ‘causa primera y última’, ‘explicación absoluta’.
La más antigua leyenda sobre el ansia de perduración se halla en la narración acadia (2500 a.C.) sobre Gilgamesh, rey de Uruk, ‘el primer héroe épico conocido’. Señor despótico, desenfrenado y lujurioso, traba combate con Enkidu, a quien los dioses prepararon para que lo enfrentara. En lugar de darse muerte mutuamente, se des-cubren, se conocen y amistan, y emprenden juntos inagotable búsqueda. En el largo camino, matan al gigante Humbaba y al Toro del Cielo, y Gilgamesh rechaza el amor de Inanna, En castigo de tanta presunción, los dioses permiten la muerte de Enkidu.
El dolor de la desaparición de su amigo impulsa a Gilgamesh a buscar la inmortalidad hasta el confín del mundo sin que lo alcance jamás: todo cuanto en su camino de vuelta a Uruk parece gozar la gracia de la perduración escapa a su voluntad, y Gilgamesh retorna con las manos vacías, habiendo entendido que la inmortalidad es ‘patrimonio exclusivo de los dioses’. Los estudiosos la reconocen como la primera epopeya que enfatiza en la mortalidad humana enfrentada a los dioses inmortales.
Hemos vivido, una vez más, la semana santa en nuestro país de mayoría católica. Según la revelación cristiana, Dios encarnó en Jesús, hijo de María y del Espíritu Santo, prohijado por José, el carpintero. Jesús modeló nuestra vida desde su palabra: anduvo sin cansancio por los caminos de Jerusalén con sus discípulos, a quienes mandó predicar y dar ejemplo por los siglos de los siglos. ‘Fue crucificado, muerto y sepultado’, ‘resucitó de entre los muertos y subió a los cielos’, donde nos espera redimidos por su muerte, inmortales.
La fe nos pide imitar cuanto predica el evangelio: ser justos y misericordiosos; brindar paz, juzgar con bondad, ejercer la caridad. Este ejemplo de vida superior y difícil pierde su espíritu, como lo pierde todo hermoso sueño, enlodado en el mar de egoísmo de que somos capaces. ¿Cómo conciliar la existencia de Dios y nuestra íntima evidencia del mal?
Jesús trajo al hombre la resurrección, garantía de inmortalidad. Gilgamesh, veinte siglos antes, fue reprendido por el dios, ‘porque combatir el destino de los humanos es inútil y arruina la alegría de la vida’. Y en su camino de vuelta oyó la llamada más bella y triste: ¡Oh Gilgamesh que viste las profundidades, ¿por qué corres tú por todas partes?!: la vida que tú anhelas no la encontrarás jamás, ¡oh Gilgamesh!