Ya ni llevo la cuenta de las veces que me han asaltado. Pero en la que más me horroricé fue hace dos años. Tenía seis meses de embarazo y nos asaltaron en un bus interprovincial que cubría la ruta entre Machala y Guayaquil.
Era la tarde del 23 de diciembre y la unidad de la Cooperativa CIFA iba casi llena. Cruzando el cantón El Guabo, a la altura de una bananera, un joven se levantó y gritó “esto es un asalto nadie se mueva ni pongan resistencia porque disparamos y todos mueren”.
Eran cuatro jóvenes, de entre 17 y 25 años, que no parecían delincuentes. Dos se habían embarcado en Machala y los otros dos en el camino. Al interior del bus se habían distribuido: uno adelante, dos en el medio y otro al final.
En mi susto metí la mano a la cartera, empuñé el dinero (USD 50) y lo guardé en la cintura del pantalón. El hombre que iba a mi lado se levantó. Le cogí el brazo y le dije no ve que nos están asaltando. Pero solo me miró y me dijo dame la plata que escondiste.
Nerviosa saqué el dinero y se lo entregué. Me gritó dámelo todo. Le dije no tengo más, hasta le mostré para que no me hiciera daño. El asalto demoró unos 25 minutos. Algunos pasajeros llamaron a la Policía, pero solo llegó después que los desconocidos no dejaron ni rastro. Pensé que hasta podría perder a mi bebé. Me dieron agua y me fui tranquilizando.
En otra ocasión fui asaltada afuera de la Universidad de Cuenca, cuando salía de clases. Y una más cuando caminaba por el centro de la ciudad. Unas cinco veces me han robado el celular y dinero. Un día viajaba con una compañera y se lo dije: ten cuidado porque esos que van allí son ladrones. El bus iba lleno. Al bajarnos, mi amiga metió la mano en su cartera para sacar el celular y no estaba. Le habían robado.
Esos hombres se quedaron en la misma parada y ella corrió a reclamarles su teléfono. Uno de ellos empezó a sacar uno tras otro seis celulares que tenía camuflados entre su ropa y a preguntarle cuál era el de ella. No sé que les preocupó, pero se lo devolvieron.