El calentamiento global es un problema serio, de los más serios que ha enfrentado la humanidad a lo largo de su existencia.
El planeta Tierra, en su vida milenaria, ha sufrido catástrofes inimaginables debidas a la naturaleza del universo (choques planetarios, épocas glaciares) pero ahora afronta, a corto plazo, a causa de la irresponsabilidad de la raza humana, un cataclismo previsible y -de seguir las cosas como están- inevitable.
El calentamiento global debido al efecto invernadero causado por los gases producidos por el ser humano aniquilará la vida en nuestro planeta.
La conferencia que hace pocos días se reunió en París, en la que participaron todos los países del mundo, puso en evidencia esta dramática realidad.
Detrás de las controversias científicas sobre las causas reales de la situación que afronta el planeta, o el grado de responsabilidad de los países desarrollados y los intereses económicos involucrados, yace un razonamiento simple que debe reconocer, en primer lugar, el extraordinario orden que rige en el universo, basado en la interdependencia e íntima relación entre las fuerzas que mueven tanto a las inconmensurables galaxias como a las minúsculas partículas en que se divide la materia conocida.
Ese orden admirable es, al mismo tiempo, esencialmente frágil. Vale la pena recordar, a este respecto, la teoría matemática según la cual el batir de las alas de una mariposa en un sitio puede producir un huracán en otro lugar.
En efecto, las relaciones entre las fuerzas que mueven al universo son tan complejas e íntimas que un insignificante fenómeno local puede transformarse en tragedia universal.
Los efectos dramáticos de la contaminación ambiental visible, en grados distintos, en Pekín o en Quito, nos deben inducir a una reflexión elemental: los gases que emanan del automóvil que diariamente usamos han producido esa capa que refleja y filtra los rayos solares.
Su consecuencia -el calentamiento global- derrite las nieves de Chimborazos y glaciares, eleva el nivel de los mares, multiplica la evaporación de las aguas que, convertidas en lluvias torrenciales, inundan y causan destrucción y muerte.
Roto el equilibrio de la vida natural, pueden desatarse fenómenos de magnitudes desconocidas.
En París, los jefes de Estado, al tomar conciencia de estas realidades, suscribieron un acuerdo vinculante que, convertido en norma de conducta universal, podrá poner un freno al proceso de deterioro del planeta.
Para que estos entendimientos produzcan fruto, será indispensable una movilización de la conciencia individual de cada persona en forma tal que, “unidos por el clima”, todos comprendamos que, para salvar a nuestro hogar planetario, es indispensable e insustituible, más que la acción de los estados, el aporte personal de cada uno de nosotros.