Columnista invitada
Si alguien no sabía nada sobre Venezuela, Lilian Tintori se encargó de que lo conociera. A partir de febrero del 2014 se convirtió en una presentadora de las crueldades que vivía su país. La vida le puso en ese rol y sí que lo ha hecho bien, extraordinariamente bien.
Con la bandera de Venezuela bajo el brazo, recorrió el mundo, pidiendo ayuda a organismos internacionales, políticos, autoridades de gobiernos, iglesia, candidatos y a todos los que le podían ayudar.
Se entrevistó con el papa Francisco en el Vaticano; con el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry; con el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy; con la presidenta de Chile, Michelle Bachelet; con muchos otros mandatarios y exgobernantes de países democráticos.
Habló en el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en la Organización de Estados Americanos (OEA), en varias tribunas internacionales y, además, cientos de veces en Venezuela, su patria.
Acudió a medios de comunicación regionales e internacionales. No conoció fronteras en busca de apoyo a sus ideas democráticas y de repudio a la represión de la cual era una de sus víctimas.
Su discurso, o más bien su pedido, ha sido a favor de los derechos humanos, de la excarcelación de los presos políticos, de la libertad de expresión, de la democracia, de la paz para todos los venezolanos.
Ha denunciado insistentemente el atropello de los derechos civiles, políticos y humanos perpetrados por el régimen de Nicolás Maduro, la mala gestión del gobierno, que ha derivado en una aguda crisis económica de su país, desabasteciéndolo de productos básicos, obligando a los ciudadanos a hacer cola para comprar leche y pañales, además de la aterradora inseguridad.
Convirtió sus días en una lucha perenne, en busca de la libertad de su esposo (Leopoldo López) y de más de 70 presos políticos, alcaldes, estudiantes y ciudadanos encarcelados por el delito de pensar diferente y de expresar esos pensamientos, y acusados de incitar la violencia y perseguidos más que comunes delincuentes. Y lo ha hecho siempre de modo pacífico, sin excesos, sin exabruptos, sin violencia, con palabras dulces, conciliadoras, sencillas pero muy claras.
Admitió trabajar en esta tarea todos los días de la semana, incluso sacrificando el tiempo de sus pequeños hijos, pero sin descuidarlos, llevándolos incluso a la cárcel a visitar a su padre y explicando la situación de manera infantil, para que entiendan, el porqué de su encierro. No conoció la derrota y mantuvo la altivez aún con lágrimas.
Su lucha es ejemplar, su fortaleza admirable, su fe inquebrantable y su amor absoluto. Venezuela le debe mucho y Leopoldo López, todo.