Este año, a la sala de emergencias del Hospital Baca Ortiz han llegado 27 niños violentados. Foto: Alfredo Lagla/ EL COMERCIO.
La niña de tres años ingresó por la sala de emergencias. Ella tenía su ojo derecho completamente morado, casi no lo podía abrir. Su madre dijo que se había caído jugando y aseguró no saber nada más. Los doctores que atendieron a la menor le preguntaron qué le había sucedido pero solamente lloraba y decía que le dolía mucho.
Luego identificaron que el golpe en el ojo no era el único que tenía. En su cabeza había dos cicatrices de heridas anteriores y en su mejilla aún estaba la señal de un hematoma.
Por esos rasgos, los doctores del Baca Ortiz, uno de los hospitales pediátricos más grandes de Ecuador, diagnosticaron que se trataba de un caso relacionado con maltrato infantil.
Este hecho sucedió hace exactamente tres semanas y no es el único que ha sido detectado en esa casa de salud. En lo que va de este año, 27 niños que han sido golpeados por sus padres fueron atendidos de manera urgente. El año pasado en cambio hubo 43 casos.
Sin embargo, esos datos son parte de una estadística en la que constan solo hechos más graves y se pueden constatar las heridas. Hay casos menores que no se pueden atribuir necesariamente al maltrato, pero queda la duda en los doctores.
Por ejemplo, hay menores que llegan por una gripe que han adquirido porque sus papás los han dejado en la calle o les bañan con agua helada.
Raúl Villacrés es el médico líder de la sala de emergencias del Baca Ortiz. Tiene 23 años como médico y conoce características y modos de comportamiento de los niños para saber si han sido violentados por adultos. Uno de ellos es observar con quién llega al hospital. En ocasiones son acompañados por tíos, vecinos, hermanos o solo por uno de sus padres. Incluso en ocasiones son los maestros quienes los llevan a los consultorios.
Eso lo han constatado médicos que trabajan en un centro de salud del norte de Quito. Uno de los casos más graves que vieron los especialistas ocurrió hace dos meses cuando una niña de ocho años llegó sin poder hablar y con los labios hinchados y rojos por la sangre.
Estaba así porque la madre había calentado en la hoguera un tubo de metal y le quemó la boca. Por eso fue al doctor solo con su maestra de la escuela.
Algo similar sucedió en otro centro de salud, pero en el sur. Allí, los doctores atendieron hace cuatro meses a un niño de 10 años que fue golpeado por su padre con un alambre de luz.
Luego de la golpiza el menor huyó de su casa y pidió ayuda a los policías del sector. Ellos lo llevaron al subcentro y allí los médicos le curaron las heridas en la espalda y piernas.
En esos dos casos, los médicos de estos dispensarios denunciaron los golpes en la Junta de Protección de Derechos.
Allí se receptan las quejas por maltrato infantil. A pesar de que no se conoce con exactitud cuántos casos han sido reportados por médicos u hospitales, una parte de las 1 979 denuncias receptadas en Quito en el 2014 provinieron de casas de salud.
De hecho, esto hacen con frecuencia los centros médicos cuando identifican casos de violencia como estos.
Los casos alarman, más en parroquias de Quito, como Pifo, el subcentro de salud recibe al menos un menor agredido cada día. Jymi Garrido es psicólogo clínico y asegura que cada mes detectan hasta 35 casos de violencia infantil.
El especialista afirma que los menores a más de los golpes físicos que reciben en sus casas llegan con problemas psicológicos graves. Una secuela es que los niños mayores de seis años mojen la cama al dormir.
Esto es provocado, porque el sistema nervioso del niño está afectado. La alteración se origina por los insultos y golpes.
Ese fue el caso de un niño de siete años que llegó al centro médico de Pifo de la mano de su madre. Ella lo llevó porque en la escuela le dijeron que algo le sucedía. No ponía atención a las clases y tampoco hacía los deberes. En la consulta, la madre confesó que lo golpeaba con el cable de la plancha como forma de castigo.
Una vez incluso intentó asfixiarlo con el pie mientras su hijo estaba acostado en el piso. En esa ocasión se detuvo cuando vio que ya no se movía; parecía que había muerto.
Otra madre, en cambio, pegaba con la correa a sus hijos de siete y 10 años. Ella admitió que los bañaba en agua fría luego de ortigarlos. De esta forma intentaba que se porten bien.
Cuando llegan en esas condiciones, los niños permanecen callados durante las terapias. Solo lloran y miran fijamente al suelo o a las paredes.