No queda más que llorar y apoyar”, ha dicho el presidente de Brasil, Lula Da Silva, invadido de pena e impotencia frente a la terrible tragedia aérea ocurrida el pasado domingo, en la que habrían fallecido 228 pasajeros de 32 nacionalidades luego de que el avión de Air France en que viajaban desapareció y, probablemente, cayó al mar.
Entre tanto, el presidente francés, Nicolás Sarkozy, profundamente conmovido por la noticia, ha sido menos emotivo y ha debido sobreponerse para comunicar que lo más probable, dadas las características del siniestro, es que no queden sobrevivientes.
El grave percance que estos días lamentamos muestra, también, que ni siquiera la implementación de la tecnología más sofisticada en las naves, como es el caso de los aviones de la compañía francesa, es capaz de prever todas las contingencias que pueden suceder en las rutas aéreas.
Con el paso de las horas, en medio del desconcierto y la tristeza de cientos de ciudadanos que guardan débiles esperanzas de que sus familiares aparezcan con vida, empiezan a difundirse conmovedoras anécdotas sobre cada una de las potenciales víctimas y el mundo comprueba, una vez más, cuán delicada es la existencia humana y cuántos imprevistos la acechan cada día.
En los países más afectados, Francia y Brasil, el dolor es profundo, mucho más en la nación sudamericana que sufre, con este accidente, la peor tragedia aérea de su historia. Frente al estremecimiento y desolación que causan estas tragedias surge la necesidad de que los seres humanos tengamos conciencia de cuán frágiles y perecibles somos y cuánto necesitamos de la solidaridad y el consuelo en los momentos más difíciles.