Tres asesinatos ocurridos en menos de 48 horas en Quito durante el fin de semana pasado generan alarma. Un asalto a un concurrido supermercado, el robo a una empresa de bebidas y un asalto callejero, todos con víctimas mortales, configuran un escenario de inseguridad e indefensión que llena de dolor e incertidumbre la vida cotidiana.
“Ya ningún lugar es seguro en Quito”, dijo un conocido periodista que acaba de sufrir la pérdida de su hermano en uno de los crímenes de este fin de semana.
En la mayoría de los asaltos la queja de las víctimas es la misma: no existe una política preventiva de seguridad urbana y la Policía Nacional reacciona tarde y mal cuando se requiere su auxilio.
Es una de las razones por las cuales la delincuencia opera también en los alrededores de la ciudad, sobre todo en sitios residenciales apartados. En ese contexto preocupa que las autoridades anuncien una nueva Policía Distrital recién para enero.
Cierto es que el acelerado crecimiento de la delincuencia se debe a innumerables problemas de carácter social y económico que un gobierno no puede resolver fácilmente, pero eso no significa que quienes manejan el poder en los niveles estatal y municipal no asuman su inmediata obligación de disponer medidas para frenar un problema tan grave que afecta a la vida de la gente.
No es pertinente evadir responsabilidades y justificar la falta de gestión con la idea de que el crecimiento delincuencial es “una exageración mediática que construye percepciones”.
Tampoco resulta eficaz sacar a las calles a soldados fuertemente armados cuya presencia despierta más inquietud en el ciudadano indefenso que en los delincuentes.