Es claro, y siempre lo ha sido, que el poder total no conduce a nada bueno. El poder total, la concentración del poder en una sola persona o en un grupo íntimo de personas, es una vieja receta que necesariamente transporta a las sociedades por el camino de la desilusión y la decepción. Aunque el poder haya sido obtenido mediante elecciones, aunque una parte considerable de la población apoye por acción u omisión al monopolio del poder, su ejercicio en pocas manos no deja de ser en esencia antidemocrático. En otras palabras, un sistema que está hecho para acaparar la mayor cantidad de poder posible, para controlarlo todo, para decidir sobre todo, para meter las narices en todo, seguirá siendo una dictadura aunque la ciudadanía lo apruebe y lo aplauda.
El poder absoluto, sin fronteras ni límites, tiende siempre a desbocarse y a degenerar en podredumbre. El poder desmedido, que no conoce controles ni vigilancias, siempre lleva al abuso y a la arbitrariedad. Por eso es que los grandes eventos de la humanidad, los sucesos políticos que de verdad han cambiado el mundo para bien, han sido luchas encarnizadas por ponerle freno de amanse al poder. Así, la revolución inglesa de 1688 limitó severamente las competencias de la corona y creó uno de las más sólidas instituciones de la democracia occidental: la monarquía parlamentaria. La Revolución Francesa –un siglo después, a ojo de buen cubero- puso en práctica las reflexiones de Locke y de Montesquieu y creó un sistema de fronteras, pesos y contrapesos al poder. De hecho, el art. 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano establece que la sociedad en la que el poder no está efectivamente dividido no vive bajo un verdadero régimen constitucional. Así, los límites y la división del poder son asuntos de derechos humanos y no solamente objeto de contemplación filosófica.
Ya Lord Acton (1834-1902), uno de los más penetrantes pensadores victorianos y un ferviente devoto del catolicismo apostólico y romano, advirtió respecto de los riesgos amenazadores de que el poder sea absoluto, indiscutible, vertical y unilateral. Al rebatir la teoría de la infalibilidad real y papal Acton argumentó que: “Si hay alguna presunción es al revés, en contra de quienes ejercen el poder, aumentando a medida que el poder aumenta. La responsabilidad histórica tiene que suplir la falta de responsabilidad legal. El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre malos hombres, aun cuando ejercen influencia y no autoridad: más aun cuando se añade a ello la tendencia o la certidumbre de la corrupción por autoridad”.