Desde hace semanas el Régimen está a la defensiva y obligado, por fuerza de lo imprevisto, a dar explicaciones y excusas sobre temas desagradables y sorpresivos. Se siente un cambio importante en el ambiente político: por ahora el oficialismo es el cuestionado en vez del cuestionador. Por ahora el Régimen lucha por recuperar el balón y continuar con sus planes. Quizá por primera vez en mucho tiempo el Régimen se siente interpelado e incluso algo desinflado. Es que al Régimen le crecen los enanos, por así decirlo.
También parece que se ha perdido algo de la magia oficial, del hechizo inicial de la revolución ciudadana. Por momentos -y esos momentos parecen repetirse con cada vez más frecuencia- el Gobierno de turno (de largo turno) parece uno más: un Gobierno que se ve obligado a lidiar con los mismos problemas de siempre, las paralizaciones de los profesores públicos, las amenazas de bloqueo de las organizaciones indígenas, los cruces de acusaciones de corrupción, de amiguismo y de tráfico de influencias.
Para mala suerte de todos, han reaparecido los apagones, justo cuando nos habíamos acostumbrado cómodamente a tener la televisión prendida y a dejar todas las luces encendidas. Nos hemos dado cuenta, literalmente de la noche a la mañana, que la tan divulgada soberanía energética no sirve para nada y que en realidad no existe. Un país que depende de sus países vecinos para comprarles electricidad no puede ser soberano e independiente en energía, así de simple.
Se ha empezado a generalizar (al menos por el momento) el olor a desgaste: quizá la gente está abrumada y dopada con tanta propaganda gubernamental, con tanta cadena nacional a toda hora y por cualquier motivo, con tanto sol naciente, con tanta locuacidad sobre el renacer del país, con su refundación, con la idea de un camino empedrado y lleno de baches que supuestamente lleva al futuro, y con todas esas cosas míticas y de poco provecho en la vida diaria.
También, creo, se empieza a sentir cierto grado de hartazgo con las trampas y con las mañas de siempre (que se suponían desterradas), con la aprobación a marchas forzadas de leyes risibles y con la demolición de la poca institucionalidad que nos quedaba. Se ha empezado a corroer la idea de la infalibilidad oficial:
últimamente todo lo que emprende el oficialismo parece más vulnerable que nunca, la doctrina oficial parece sumamente cuestionable. De un momento a otro el régimen parece sensible, carente de su incontrovertible seguridad de meses atrás, dubitativo de que todo problema se resuelve con micrófonos, arengas y tarimas en pueblos alejados todos los fines de semana.