El economista Roque Sevilla Larrea, como todos sabemos, es hombre jovial, optimista, activo y lleno de múltiples proyectos.
Pero esta vez no podía disimular que venía con el rostro serio, la voz grave y el gesto sombrío.
Y es que no le faltaba razón: se le había pedido que de una manera sencilla, comprensible para cualquier público, explicara el más abrumador desafío al que hoy por hoy se enfrenta, no país alguno de la Tierra individualmente considerado, ni siquiera un continente, sino la íntegra y arrugada piel de nuestro planeta.
Es decir, lo que se ha dado en llamar -con expresión simplista-, “el calentamiento global”.
Se trata, en realidad, de un reto de tales características de gravedad, como no ha habido otro parecido hace muchos miles de años y que, por supuesto, compromete las posibilidades de subsistencia no solo de la humanidad entera, sino de toda forma viviente, plantas incluidas y las especies animales…
Si no se responde y actúa con superlativas rapidez y decisión y gran acierto a escala precisamente planetaria.
Con el maravilloso dominio del idioma que caracterizaba a Ortega y Gasset, él apuntaba que ante ideas o tesis demasiado novedosas y perturbadoras, siempre se las podía pensar ‘en la cáscara’ o ‘en la pulpa, en la médula’ sin que por cierto se alterara ni un ápice la realidad de las unas o de las otras.
Eso mismo recordaba yo, cuando escuchaba a Roque Sevilla, ya que cuesta mucho aceptar la trémula realidad y magnitud del desafío.
También debe reconocerse que está más que justificada la presencia de 193 delegaciones nacionales en Copenhague, la capital de la pequeña Dinamarca, donde se realiza una estratégica reunión de países en busca de una respuesta al “calentamiento global”, planteado con excepcional rudeza a todo el mundo.
Si se calcula que en promedio se ha elevado la temperatura del planeta en 8 décimas partes de un grado centígrado y con eso se han sufrido ya las alteraciones climáticas del tiempo presente, nada impide admitir que con un rango de dos grados la apocalíptica catástrofe se desataría a la hora veinticinco de nuestro planeta.
Hay pues, que comprometerse – y cumplir – con la reducción drástica de las emisiones de carbono –el CO2– que se lanzan hacia la atmósfera y han convertido en un ‘invernadero’ a la Tierra entera, sobre todo desde la Revolución Industrial, a mediados del siglo XVIII.
Tampoco deberá cortarse árbol de bosque alguno y, como cada día se consumen 84 millones de barriles de petróleo, es fácil advertir cuánto deberá alterarse nuestra vida si se limita el consumo siquiera en 35 millones de barriles, por lo pronto.
‘Pero no hay otro remedio valedero’, apunta el angustiado Roque Sevilla Larrea.