Edwin Alcarás
Hace 20 años Huilo Ruales se fue del país azotando la puerta, con ira y con despecho, como se abandona, según el mismo dice, “un matrimonio insostenible”. Hace un par de años volvió, en cambio, como un mesías al revés: silencioso, grave y sibilino, con la misma expresión irónica y desconfiada que siempre tuvo ante la realidad. Su llegada fue recibida por la modesta fauna de sus lectores, como cuando Jesús regresó del desierto o como cuando Jonás salió de la ballena. Con esa alegría escéptica y oscura.
¿Cómo han sido estas décadas afuera para su literatura?
A nivel de trabajo me siento por fin, en algo serio. Serio en el sentido de (Witold) Gombrowicz, quien estuvo siempre a favor de lo informe, de lo inmaduro, de lo que aún no tiene forma.
¿Inmaduro a los 62 años?
Creo que estoy entrando ya a la cuarta edad. Es decir que estoy en los descuentos y eso implica que hay que organizarse.
¿De verdad se siente en los descuentos?
No, no, no… Es que ese es justo mi problema, porque no me siento en absoluto así. Me siento contemporáneo de las chicas que pasan en la calle. Es un sufrimiento.
Sus relatos dan más bien una imagen de rebeldía, de caos, de libertad creativa…
Claro, yo reivindico eso y sigo siéndolo. Pero lo que tengo ahora es una noción de organización. Tengo varios nódulos de trabajo…
En los ochenta usted retrató la ‘tuentifor’ (por el bulevar 24 de Mayo) ¿ahora se pasó a la ‘tuenti centuri foch’ (por la zona de La Mariscal)?
Mi escritura es nómada y novelera, por eso cuando conoce algo nuevo, sea un amor o un puerto o una zona, ya está saltando en un pie tratando de reinventarlo. Es así que la Foch, la ‘zhona’, la ‘tuenti centuri foch’, ya está siendo expoliada por mis vampiros.
¿Eso significa también un cambio de enfoque?
No cambia mi vista sino lo visto. Por ejemplo, el ‘Kito’ de la ‘tuentifor’ lo enfoco desde el submundo; el del norte, desde las entrañas de otro submundo que no se mueve solamente en las sombras sino bajo su sol salvaje. Tanto en el uno como en el otro, horado su costado sórdido e intento dar con la poesía, que es lo que más interesa.
¿Por qué se fue a Francia? ¿También padeció del sueño literario sudamericano?
Yo comencé a leer al Conde de Lautremont antes que a Jorge Icaza. También tenía una hermana que vivía allá desde hace muchos años. Tolouse es una ciudad afortunada, hay mucha cultura y está muy cerca de España y no es tan devastadora como París.
¿Pero malvivió en París?
Claro, en un primer viaje estuve en París y participé en esa especie de ‘sinagoga’ de latinoamericanos colgados en el vacío. Los poetas trabajaban en empresas piratas de limpieza en una comunidad. Pasé menos de un año y luego me fui a Niza, ahí estuve dos años.
Y cultivó el canto, ¿no?
El canto folclórico, ajá. Era un grupo que se llamaba Kaya Puca. Era una réplica bastante pueril de los grupos folclóricos que estaban en auge en los ochenta.
¿Siente que ya se ha sentado en el sillón de los autores nacionales reconocidos?
No, en absoluto. Tengo la misma preocupación que tuve al principio respecto de este lío que me busqué con las palabras.
¿Su literatura muta como una serpiente o se construye como una catedral?
Es como una catedral con serpientes. De suyo la escritura me exige tensar los límites de los géneros, extremarlos, romperlos. Esas exigencias también van construyendo una obra. Me gusta el margen, la dificultad, el trapecio, el malabarismo…