Mariela Rosero Ch.
Redacción Siete Días
Lo que más les gusta a las mujeres de él, es su cuerpo. Tiene síndrome de Down y no es un niño dulce, es un hombre.
Respira. Acaba de dejar la caminadora. Bebe un sorbo de limonada y otro. Se levanta el bividí de algodón. Sin abochornarse se mira el abdomen en el espejo, en Phisique.
Andrés Maldonado cumplirá 28 años el próximo domingo. Desde hace cuatro se ejercita, de lunes a viernes, en el gimnasio de la Plaza de las Américas, en el norte de la capital.
Las típicas imágenes de pequeños con la alteración del cromosoma 21, tiernos, sonrientes, que ganan medallas deportivas y van de la mano de sus padres, se difuminan…
Más al escuchar la impresión de uno de los entrenadores, Mauricio Aragón, ‘Mauri’.
“Es coqueto, amistoso con todos. Tiene buena resistencia muscular y lo sabe, por eso le gusta ver su reflejo en el espejo. A veces lo hace mientras envía mensajes de texto a su novia”.
Andrés está enamorado. Desde hace tres meses sale con Agustina, que tiene 22 años. Ella sufre discapacidad intelectual, y estudia Artes en la Universidad San Francisco de Quito. Se conocieron en un ‘casting’, para una obra teatral de la Fundación El Triángulo. Allí, él es asistente de las maestras.
Su padre lo lleva al gimnasio de lunes a viernes, y sus hermanas Sara e Isabel, de 19 y 25, pasan por él. Con los amigos de ellas va al estadio, es liguista. Su familia ha tratado de darle la vida más normal posible; sin sobreprotegerlo. Por eso, su autoestima y su inteligencia social, según su papá, son altas.
Mientras habla no deja de saludar, moviendo la mano, con la gente. Enseña una foto de Agustina en el celular. Y se anima a contar que la conquistó con “cosas chiquitas: cartas y hablando. Escribo poemas”. No ha sido su primera enamorada, aunque dice que este es amor real. Quieren casarse y tener un hijo.
“Mis papás me piden que ponga los pies sobre la tierra”, aclara Andrés. Los varones con este mal no son fértiles. Y es posible que las mujeres den a luz a bebés con el síndrome.
Pero ellos no saben de eso y dan rienda suelta a sus emociones. Las mujeres con algún trastorno intelectual suelen ser desinhibidas, espontáneas, por lo que hay que guiarlas.
Un niño de cada 600 nace con esta alteración.Y lograr que se superen depende de la estimulación que reciben. Al hablar, Andrés deja ver su lengua gruesa, cada sílaba requiere un esfuerzo de modulación. Tartamudea levemente. Él dice: “Soy un chico normal y corriente”.
El enamoramiento…
Anita Arellano, de 26, toca la pandereta y va a clases de piano, en la sede del Sistema Nacional de Música para Niños Especiales (Sinamune), en Carcelén.
Durante uno de los ensayos del grupo principal observa a Víctor Hugo Andrade, de 28.
“Él se enamoró de mí y yo de él. Dice que soy una buena mujer y quiere casarse conmigo”.
Anita está entusiasmada con la idea y ha aprendido a preparar ensaladas y a lavar la ropa.
Pero, ¿dónde vivirían? “En mi casa, nos vamos a poner una tiendita”. Víctor Hugo está de acuerdo, la toma de la mano , la abraza y le besa la cabeza.
Entre amigos
Desde las 07:00, en un departamento en La Granados, en el norte, suenan los celulares, a pesar de que es sábado.
Carla Pesántez, de 25, y su mamá, Martha Andino, contestan. Los invitados alertan de un retraso. Debían estar a las 08:00 para viajar al Pasochoa.
Carla se pintó los labios y escogió su ropa. Su madre le ha recogido el cabello en una cola.
En el dormitorio, abre el clóset. Enseña los uniformes que viste de lunes a viernes, en su trabajo como ayudante de recepcionista en la Universidad Tecnológica Equinoccial.
Le gustan las faldas, solo tiene un pantalón para la semana. Está contenta, espera a sus amigos, de 23 a 37 años.
La idea de ir al Pasochoa fue de ella. Ya se han aburrido de ir al cine y a comer en los centros comerciales. Son un grupo de jóvenes que hace planes para el fin de semana, las tardes de los viernes, los cumpleaños…
Hace 10 años, los padres de Carla, Marco Quevedo, Patricio Torres, Jean Carlos Calderón, y también los de Matías Rudich, Gino Padovani y Eloise Ramón tuvieron una idea. Formaron un club, para que sus hijos con síndrome de Down y con discapacidad intelectual (los tres últimos), se reúnan y se diviertan.
Todos, a excepción de Eloise, se conocieron en el colegio El Parvulario. Ella les ayuda a manejar el dinero. Los chicos con Down no son buenos para las matemáticas. Pero leen bien.
Cuando salen, los padres les dan dos billetes de USD 5, con uno pagan el boleto del cine, y con otro la comida. Así limitan el riesgo de que sean estafados. Pero hay actividades para las que no necesitan ayuda: cruzan solos la calle, por ejemplo.
“En la hacienda tenemos vacas y caballitos”, dice Carla muy contenta. Pero recuerda: “Mi yegüita Zafira era muy linda y se murió. Su hija se llama Sol”.
Suena infantil, pero eso se desvanece cuando muestra una caja con labiales, sombras y rímel. Sabe maquillarse.
Martha se emociona y cuenta que Carla fue a terapia a los dos meses de nacida. “Van un poquito lento, pero llegan”.
Ellos son independientes, dentro de lo posible, pues su edad mental es diferente a su edad cronológica. Al principio, sus padres alquilaban un garaje como sede del club.
Y pagaban a una terapista para que les acompañe y les enseñe a disfrutar de la música, de las charlas.
Patricio, de 31 años, dice que quiere mucho a Carla. Él sueña con casarse y mudarse a Guayaquil. Es hincha del Barcelona. Tal vez por eso tiene esa idea…
Su padre Guillermo relata que su hijo se ha enamorado dos veces, sin suerte. “No fue correspondido; así nos pasa a los hombres”, bromea.
Marco está algo triste, no habla. Su padre acaba de fallecer. Una pregunta pudiera romper el hielo: ¿Y cómo es tu amiga Carlita? Cortante dice: “Pues así como la ves”.
¿Y qué pasó con eso de que son retrasados mentales, ‘mongolitos’, que no razonan? Prejuicios, prejuicios… Marco habla de fútbol, le parece obvio que la Liga gane al Quito.
Pero ¿cómo será su futuro?, ¿se casarán? Martha responde: “El futuro no lo sabe nadie, ni siquiera los padres de muchachos sin discapacidades”.