¿Qué somos?, ¿de dónde venimos?, ¿hacia dónde vamos? Eternas preguntas que el ser humano se ha planteado siempre y ante las cuales jamás ha encontrado una respuesta cabal y menos concluyente.La perplejidad provocada por tales conjeturas agobia al individuo; ha sumido en incertidumbre al pueblo que no ha cesado de indagar el secreto de su origen. Para el caso de A. Latina, varios de nuestros escritores han propuesto tesis y visiones para explicar lo que somos como entidad histórica, lo que nos define como países con identidad latina frente al anglosajón. Sarmiento, Martí, Rodó, Vasconcelos, Fernández Retamar son algunos de ellos.
Fue el uruguayo José Enrique Rodó uno de los que más auditorio tuvo, allá en los inicios del XX, cuando publicó ‘Ariel’, libro que devino en breviario de obligada lectura para la prometedora juventud de entonces. De Shakespeare tomó dos de los personajes de ‘The Tempest’ (Ariel y Calibán) para caracterizar, de manera simbólica, la condición propia del latinoamericano y del norteamericano. Mientras Ariel representa “la espiritualidad de la cultura, la vivacidad de la gracia y la inteligencia”, emblemática imagen del americano heredero de España; Calibán (“esclavo salvaje y deforme” en el drama inglés) es, para Rodó, el “símbolo de sensualidad y torpeza, con el cincel perseverante de la vida”, perfil grotesco del utilitarismo anglosajón.
No hay duda que una buena dosis de idealismo estaba implícita en el pensamiento del uruguayo, talante propio de la aristocracia liberal de entonces. Ideología consoladora para pueblos, como los nuestros, que si no habíamos sido capaces de alcanzar la modernidad teníamos, al menos, lo mejor de la herencia de Occidente: la libertad del espíritu, el afecto por lo bello, el poder de la cultura. Pero, para otros, Rodó había trastrocado los símbolos: América Latina (más el Caribe) no se veía retratada en Ariel sino en Calibán (anagrama de “caníbal”, de “Caribe”): el esclavo de piel cobriza que aborrece al amo.