¿Qué tienen en común Fidel Castro y un capitalista consumado como Alan Greenspan? Ambos se espeluznarían de tal comparación y responderían drásticamente con un rotundo “¡nada!”; sin embargo, los dos requieren que la historia limpie sus nombres.
Cuando Alan Greenspan dejó la Reserva Federal americana en enero del 2006, el mundo estaba sumido en una pachanga de economía boyante. El mundo se rendía a los pies del segundo más longevo banquero central estadounidense. Todos pronunciaban sus apodos de ‘Maestro’ o ‘El economista de los economistas’, y lo elogiaban como uno de los mejores banqueros centrales de la historia. Se celebraba su fama de seductor, su libro se vendía como pan caliente.
Pero desde la crisis financiera del 2008, sus rimbombantes sobrenombres apenas se recuerdan a título anecdótico. El ‘crack’ bursátil tiñó la rosada memoria colectiva que colgaba de su nombre. El sentimiento general lo acusa de ser el gran responsable de la profusión de liquidez que fue una de las premisas esenciales de la crisis.
Una vez pasado el ojo del huracán, Greenspan hizo público un ensayo titulado ‘La Crisis’, en donde explica de manera admirable la naturaleza de la crisis. Pero no son didácticos los motivos principales que se evidencian de su lectura, el objetivo es eximir su culpa de la vorágine.
Básicamente señala que reventar la burbuja inmobiliaria a partir de una política monetaria restrictiva implicaría frenar la economía en su conjunto. El estaba consiente del crecimiento de la burbuja, pero no quiso experimentar con una medicina que además de nociva podía ser imprevisible. Pero no termina de aceptar que al asumir inmutablemente dicha política durante más de una década y a lo largo de varias crisis (crisis asiática, la burbuja del dotcom, el 11-S…), envió a los mercados la idea que la liquidez no se agotaría nunca. Los actores daban por sentado el respaldo de la FED, llueva, truene o relampaguee. Tan apegado fue Greenspan a su política, que el mundo entero bajó sus expectativas de riesgo, hasta que se llegó a un punto insostenible.
Cuando Castro pronunció su alegato de autodefensa ‘La historia me absolverá’, daba por sentado que la historia es un magnífico juez. Pero gracias a Foucault sabemos que las versiones oficiales y la memoria histórica se escriben según el gusto del poder. La manera en que se recuerde a Greenspan en el futuro, depende altamente de la popularización del liberalismo económico.
Si tomamos en cuenta lo expuesto por él, dos versiones opuestas son perfectamente retenibles: bien la de un héroe que al ver el maremoto venir se sostuvo firme con sus justos ideales, o la de un miope que siguió ciegamente principios obsoletos que se veían sobrepasados por la realidad.