Hay gente que es devorada en el camino por sus propios sueños o, quizás, por la mala suerte… Emigrantes convertidos en parias, que están muy lejos de siquiera llegar a ver el Río Grande, el desierto de Arizona o de pisar Ciudad Juárez; personas llegadas de Centroamérica -o de más abajo- que primero deben sortear esa trampa mortal en la que se convierten los casi 2 millones de kilómetros cuadrados del territorio mexicano. La gente con la que por cuatro meses convivió Felipe Jácome Marchán, la misma que se juega la vida en la ‘frontera vertical’.
Hoy que hablar de las restricciones migratorias está de moda, debido a la reciente ley que en Arizona convierte en crimen una falta administrativa (entrar sin papeles a Estados Unidos), el ensayo fotográfico de Felipe Jácome es más pertinente que nunca. Sobre todo porque muestra a esos emigrantes de los que nadie habla: los que malviven o ni siquiera logran sobrevivir dentro de México, peor aún llegar a la frontera con EE.UU.
Este fotoperiodista ecuatoriano los saca de la invisibilidad en 27 imágenes, que están expuestas en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Georgetown, Washington DC, desde el 26 de abril hasta el 5 de mayo.
¿Para qué sirve este testimonio gráfico? Para desentumecer la sensibilidad; para que 67,7 migrantes centroamericanos secuestrados al día en territorio mexicano -según un estudio de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México- no sea solo una cifra más.
Con todo el miedo y el interés a cuestas, Felipe hizo un tramo del viaje con ellos; durmió en los mismos albergues, peló papas, tomó fotos, se trepó al techo de un tren carguero: “(…) aferrado a mi cámara y a una fe que nunca tuve. En la ruta del migrante -y sobre el tren específicamente- uno nunca sabe quién duerme a su lado, ni cuándo va a haber operativos militares, ni si una banda de maras asaltará el tren repartiendo machetazos, ni si las lluvias descarrilarán al tren”.
En los días -que sin darse cuenta se volvieron semanas y luego meses- en que Felipe viajó entre Tapachula, una población mexicana a 30 km de Guatemala, y Ciudad Ixtepec aprendió varias cosas. Como por ejemplo, que muchos de sus acompañantes nunca llegarían a la frontera norte del país; que algunos de ellos ya iban por el onceavo intento; que se puede tomar agua de tortilla quemada; que sobre el ‘tren de la muerte’ la noche es eterna; y que por increíble que parezca los rasgos más llanos de los humanos como la fe, la perseverancia o la nostalgia permanecen intactos en las situaciones más terribles.
Los 400 kilómetros que separan Tapachula de Ciudad Ixtepec, Felipe los hizo en dos etapas distintas. Durante el receso, él volvía a los EE.UU., donde vivía con su familia y estaba estudiando Economía. Fue en Baltimore, precisamente, donde nació la idea de Frontera Vertical, como se llama la muestra.
“Cuando el gobierno de Bush planteó la criminalización de la migración comencé a hacer retratos de inmigrantes en Baltimore. Y tomando fotos a centroamericanos, me di cuenta de que quizá peor que el drama de la frontera con EE.UU. es el que viven ellos en México; la mayoría no llega, son asesinados o los meten presos y terminan deportados. Por eso a México le dicen la frontera vertical”.
Con 800 dólares que le dio la Universidad Johns Hopkins, y unas enormes ganas, viajó a México y se embarcó en esta historia que le llevó a hacer un tramo de la ruta del migrante; ese espacio y tiempo que él define como “infinitamente oscuro y complejo, que no puede ser medido con la misma vara que el resto de la sociedad. La ruta es una especie de universo paralelo regido por su propia lógica. Ahí, el sentido y el valor de la vida sufren distorsiones infinitas”.
Aunque su viaje terminó en el 2008, la rabia de una compañera de viaje sigue indeleble: “¡Esos cabrones me violaron a mí a mi prima!”. Y las preguntas que le quitaban el sueño persisten en su cabeza: “¿Hasta qué punto perecer en el camino es algo esperado? ¿Qué niveles de miseria y de desesperanza hacen que alguien ice sus velas hacia este calvario.