Redacción Siete Días
Mientras peor, mejor”, proclamaban los lugartenientes de Lenin, en los primeros años de la revolución rusa, para explicar porqué nombraban los comisarios políticos más brutales, los jefes de policía más sanguinarios y los encargados de producción más explotadores. Cuando Lenin murió, en enero de 1924, y Stalin lo sustituyó al frente del gobierno, lo de “cuanto peor, mejor,” se elevó a un nivel tan impresionante que, como el mismo Stalin llegó a decir, “la muerte de una persona es una tragedia, pero la muerte de un millón de personas solamente es una estadística’”.
Precisamente en enero de 1924 empieza el relato –pormenorizado, cuidadoso en los detalles, impecablemente documentado– de las treinta millones de personas que Stalin convirtió en su estadística personal a lo largo de sus 29 años de poder absoluto. Treinta millones de personas murieron en las purgas y las matanzas sistemáticas que Stalin ordenó aplicar a los cinco verdugos que él designó para implantar el socialismo en Rusia, deshacerse de todos sus adversarios y eliminar cualquier posibilidad de regreso al pasado.
Esos cinco verdugos (Félix Dzierzynski, Viacheslav Menzhinski, Guénrij Yagoda, Nikolái Yezhov y Lavrenti Beria) son los protagonistas de un relato intenso, áspero y sobrecogedor, de un rigor inobjetable, “Stalin y sus Verdugos”, escrito por quien ya es mundialmente reconocido como el mayor estudioso de la era estalinista, Donald Rayfield. “Mientras Stalin se ocupaba de los fines –dice Rayfield de los verdugos–, ellos se ocupaban de los medios”.
Rayfield intenta descifrar “qué clase de cerebros sicóticos pudieron concebir, organizar y llevar a cabo una masacre de tal magnitud”, para llegar a la conclusión de que ni siquiera el nazismo alemán alcanzó las profundidades de crueldad en las que cayó el estalinismo: “Por repugnante que fuera, la agresión homicida de Hitler iba dirigida hacia el otro, fuera éste eslavo, judío, homosexual o comunista. Pero el fanatismo de Stalin fue dirigido contra los suyos, contra sus militares, su élite profesional, incluso contra su familia y sus camaradas y, finalmente, contra sus propios verdugos”.
Uno de los capítulos más emotivos del libro se refiere a la matanza, sin explicación ni argumento, de 22 000 polacos que fueron fusilados sin fórmula de juicio y enterrados en el bosque de Katyn, cerca de la ciudad rusa de Smolensk, en 1940, por orden del buró político del Partido Comunista. “Esas matanzas son las más famosas, y las más insensatas de todos los crímenes cometidos por Stalin”, dice Rayfield.
Este año, un avión Tupolev se estrelló en el bosque de Katyn, cuando se aprestaba a aterrizar en Smolensk, hacia donde iba el presidente de Polonia, Lech Kaczynski, con una comitiva de 95 personas, para recordar el septuagésimo aniversario de la matanza. Todos murieron. Pareció, entonces, que resultaron proféticas las palabras con que Rayfield termina su libro: “Hasta que la historia sea contada en su totalidad y alguien expíe el legado de Stalin y sus verdugos, Rusia seguirá cautiva de los espectros del propio Stalin y, lo que es peor, de las pesadillas de su resurrección’”.