Si de verdad se tratara de dar cátedra de ética política, al Gobierno y a su mayoría legislativa les quedaría muy difícil explicar los hechos alrededor de la Ley de Hidrocarburos que entró en vigencia, sin debate previo en el plenario de la Asamblea.
La Ley, por supuesto, es muy importante para la renegociación de los contratos petroleros. Pero ese objetivo se habría cumplido de modo cabal si se respetaba un trámite parlamentario sin sobresaltos: en una materia tan delicada, qué mejor que contar con una normativa ajena a la controversia. Al respecto, cabe recordar que la renegociación petrolera era una asignatura pendiente desde el 2006.
Es impresentable que se hable de divergencias en los plazos, pues se trataba de una ley monitoreada por el Gobierno y que estaba presente en la agenda de sus legisladores. No es aceptable que AP, que controla las principales instancias de la Asamblea, no haya tomado precauciones.
Tampoco se explica la incapacidad de unos colegisladores que cuentan con una gran fuerza política y con capacidad de influencia sobre varios bloques. El papel de la ministra Soliz es casi tan desastroso como la necesidad de que el canciller Patiño tenga que desviar su atención a la política interna. Si el Gobierno necesita trasladar a sus principales cuadros a la Asamblea para asegurarse de que su bloque no vote, algo grave pasa.
Al parecer, lo que sucede no solo se debe a la incapacidad de negociar, sino a que AP no asimila el hecho de que ya no es el tiempo de las mayorías abrumadoras, y a que el bloque no es confiable para los propósitos políticos presidenciales. Mientras persista esa visión totalitaria, contar con un bloque que significa el 43% de la Asamblea siempre será poco, y por eso se vuelve a evocar la tentación de comicios para ir por todo el poder.