Iván Oñate,
Poeta
El siglo XVIII, con justicia llamado el Siglo de las luces, será recordado por producir genios de toda índole: Mozart, Beethoven, Hume, Samuel Johnson, Robespierre, Cook, La Condamine, Ulloa, Kant, Berkeley, Euler, Bach, Voltaire, Saint-Simon Fahrenheit y tantos otros talentos en música, poesía, pintura, ingeniería, biología, economía.Pero ese siglo, sobre todo, fue espectacular por procrear una raza poco común: la de los bribones y aventureros geniales. Giacomo Casanova que se la pasó chupando la sangre de las nobles hasta ponerse azul, el Conde de Saint Germain que juraba haber conocido a Cristo, Cagliostro inventor del elixir de la eterna juventud. Magos, alquimistas, financistas, toda una pandilla de chiros y vividores que se la pasaban deambulando por las cortes europeas ofertando sus encantos a una bostezante aristocracia. Incluso los más severos científicos eran obligados a trabajar en ingeniosos mecanismos de juguetería que los librara de su despiadado aburrimiento. Paradójicamente, toda esta estirpe de embaucadores y aventureros geniales sería borrada de la faz de la tierra y aniquilada talvez para siempre por un aventurero mayor: Napoleón Bonaparte.
Ludwing Van Beethoven, que creyó ver en el joven corso, la conjunción del ideal romántico entre la fuerza del destino y la voluntad del individuo, le dedicó su sinfonía número 3, ahora conocida como la “Heroica”. Pero esa admiración terminaría cuando Napoleón se autocoronó de emperador. “No es más que un tipo vulgar —escribió Beethoven —, a partir de ahora, entregado a su ambición, va pisotear todos los derechos del hombre; va a colocarse por encima de todos hasta convertirse en un tirano”.
Ciertamente que la Revolución Francesa nos liberó de bobaliconas supercherías como eso del color de la sangre, pero lamentablemente dejó crucificados a los artistas entre el fetichismo de la mercancía y el chantaje de la ideología política. Voila madame.