Alguien dijo que los socialismos habían resultado “la utopía al revés”. Y es así, porque el paraíso que sus ideólogos ofrecieron resultó el infierno de millones de personas; la igualdad, terminó en aquello de que “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”, como dice Orwell en ese cuento demoledor y formidable que es La Rebelión en la Granja. El reparto de la riqueza ha sido la invariable excusa para confiscar y enriquecer al Estado en perjuicio de las personas. La justicia, una ficción, y la libertad, la víctima permanente.
La “utopía al revés” es el testimonio de los dogmas transformadas en herramientas de opresión, y de la libertad de pensamiento convertida en lujo burgués. Esa utopía llegó al cinismo de edificar muros “para preservar las libertades”, bautizar a los despotismos como “democracias populares”, endiosar a los dictadores y vender su imagen como testimonio de liberación. La utopía, al decir del liberal francés Raymond Aron, se convirtió en el opio de los intelectuales, pervirtió mucha literatura y la redujo a folletín, transformó los murales en afiches de propaganda y en manifiestos baratos, y a los héroes, como Bolívar, en tardío acólito de despotismos tropicales.
La utopía al revés liquidó la iniciativa, arruinó la economía, envenenó a la sociedad con el espionaje y la delación. Inauguró una sui géneris democracia sin elecciones, al estilo de la dictadura de ancianos que persiste en Cuba. Donde triunfó esa utopía, los sindicatos se transformaron en cajas de resonancia del discurso oficial, y las universidades, en cenáculos sin más tarea que repetir estribillos y alabar al poder. Nació, entonces, la “nueva clase”, la nomenclatura de los elegidos, la minoría de los privilegiados, la soberbia de los iluminados.
Llegó la utopía a Venezuela y liquidó al país petrolero más rico del mundo, acabó con la industria y con la agricultura y liquidó la moneda. Llegó a la Argentina, disfrazada con los viejos atuendos del peronismo, e implantó el paraíso de los pipones y de los especuladores, todo al ritmo de la canción protesta y entre el estruendo de los actos de masas, con la bendición de “intelectuales” acomodados en las poltronas del poder y con el apoyo de los infinitos creyentes que son el sustento de los populismos. La utopía es persistente.
El mayor desafío moral, intelectual y político del siglo XXI, no consiste en alentar otras aventuras de los socialismos, el estalinismo de nuevo cuño, la guerrilla o la manipulación de la democracia, sino en desmontar la utopía que aún persiste, eliminar la opacidad y la mentira que rodean a su historia, señalar las complicidades que persisten y rescatar la libertad como virtud, la democracia como tolerancia y la República como freno al poder.
fcorral@elcomercio.org