En el “Protágoras”, que es uno de sus diálogos menos frecuentados, Platón presenta la discusión que tuvo Sócrates con el famoso sofista cuyo nombre da título al texto, acerca de la naturaleza de la virtud (areté) y la posibilidad de enseñarla. Contra lo que suele decirse sobre él, Sócrates muestra mucho respeto hacia el sofista, aunque no comparte su pensamiento; y el lector puede sorprenderse cuando al final encuentra que los dos interlocutores han intercambiado sus opiniones, pues cada uno pasa a sostener la tesis que al empezar fue defendida por su oponente.
En el pasaje que me interesa comentar, Protágoras inicia su discurso con la narración del mito de Prometeo, que comienza cuando los dioses formaron las “razas mortales” con una mezcla de tierra y fuego, y ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que repartieran entre ellas las cualidades que les permitieran vivir y evitar los peligros. Epimeteo pidió a Prometeo que le dejara hacer esa tarea y que luego viniera a supervisarla, a lo cual accedió Prometeo. Entonces Epimeteo empezó a repartir cualidades entre los animales, dando a unos la fuerza y a otros la velocidad, a unos la pequeñez y a otros la capacidad de volar, de modo que cada especie tuviera aquello que le serviría para escapar de sus enemigos o para vencerlos. Pero cuando llegó el momento de los humanos, Epimeteo vio que ya no le quedaban cualidades, de modo que los dejó en desventaja frente a los animales. En eso llegó Prometeo y al darse cuenta de la situación, robó a Hefesto y a Atenea su sabiduría en el uso del fuego, y se la dio a los humanos para que fabricaran sus propios utensilios. Así los humanos aprendieron a construir casas, vestidos, calzados es decir, la cultura; y adquirieron además un parentesco con los dioses y levantaron altares en su honor. Pero vivían dispersos y eran incapaces de organizarse. Entonces Zeus temió que la especie humana sucumbiera y le entregó el sentido moral y la justicia para que hubiera orden en las ciudades, o sea, para que practicaran la virtud política. Fue así como la cultura y la política nacieron juntas, y nacieron (agrego yo) para que los humanos realizáramos un solo y mismo fin: dar una forma determinada a la vida social, que nos identifique como miembros de una determinada comunidad, pero también de la especie, es decir, una forma que sea al mismo tiempo particular y universal, o mejor, una forma particular de ser universales.
La ciudad ordenada, o sea el estado, ha llegado sin embargo a convertirse en algo distinto de lo que debió haber sido. Un gran poeta nuestro, porque es de América, ha dicho que el estado se ha convertido en el “Ogro filantrópico”, o sea, en un monstruo devorador de la sociedad, aunque se presenta como si fuera la única fuente de todo lo que los humanos requerimos para vivir. Es entonces necesario volver a Prometeo y recordar que la cultura es el conjunto de prácticas sociales que deben dar forma positiva a nuestra vida: una forma que hoy nos permita defendernos del Ogro.