De un lado y de otro de la actual campaña presidencial ecuatoriana, oímos repetir afirmaciones que simplemente no son ciertas. Por ejemplo, que el Sr. Guillermo Lasso es el principal responsable del feriado bancario de 1999, cuando no tuvo nada que ver en eso; o que el Lic. Lenín Moreno sufrió la herida que lo dejó minusválido cuando cometía un asalto guerrillero, que es igualmente falso.
Casi todos evadimos verdades desagradables por algún nivel de fragilidad emocional frente a realidades dolorosas como nuestras propias falencias, lo poco realistas que pueden ser algunas de nuestras ilusiones, o la posibilidad de que se confirme aquello que más tememos, que nos lleva a postergar las visitas al médico. Esa propensión constituye un problema con la verdad que, aunque inconveniente y peligroso, puede ser comprendido, y perdonado, con razonable facilidad.
Pero aquel otro problema con la verdad, de insistir en propalar falacias y repetir mentiras sabiendo que lo son, va más allá. Ya no es solo un problema de debilidad sicológica, que podamos sufrir todos: es, además, un problema de debilidad moral, a la cual no atribuyo mayor tendencia ni al uno lado ni al otro lado de nuestra actual contienda electoral. Al contrario, lo repito, veo evidencias de esa tendencia de lado y lado, que deben llevarnos a analizar no lo que pasa en uno u otro, sino lo que nos pasa como sociedad.
Frente a un gran lienzo cubierto de betún negro titulado “Pelea entre dos negros de noche”, dijo José Ortega y Gasset en 1936: “Este cuadro representa la realidad de la Europa contemporánea: no sabemos lo que nos pasa, y es justamente eso lo que nos pasa … no saber lo que nos pasa.”
Planteo lo que creo que a nosotros nos pasa: sufrimos, en especial, de dos problemas con la verdad. Los que mienten se creen tan poderosos que pueden alterarla, reflejando el autoritarismo que permea nuestra sociedad, según el cual quien tiene fuerza y poder está autorizado para hacer lo que quiera, sin límites, con todo, incluida la propia verdad. Los otros, los que se tragan, al parecer alegremente, las más inverosímiles piedras de molino, no piensan que la verdad necesite ser comprobada, error en el cual cae fácilmente aquel a quien, como reflejo de ese mismo autoritarismo, se le ha impedido pensar por sí mismo, cuestionar, y dar por cierto solo aquello que le convence, y no aquello que alguien dice que es cierto, o trata de imponerle.
Ambos problemas con la verdad se erradicarán cuando cambiemos las realidades profundas que subyacen nuestro sistema político, educando a cada vez más personas sicológica y moralmente fuertes, que no teman ni a la libertad ni a la verdad, cuestionen lo que se le diga, formulen sus propios criterios, y no busquen imponer, desde su propia debilidad, lo que saben que no es cierto.