La primera década del presente siglo fue muy pródiga en recursos para la mayoría de países de la Región. Los elevados precios de las materias primas se tradujeron en enormes ingresos que fueron a alimentar las arcas fiscales. La bonanza fue el elemento base para que las tentaciones populistas se arraigaran en gran parte del continente. Los subsidios, el gasto desmedido, las proclamas supuestamente reivindicativas eran posibles porque el dinero fluía a raudales, un maná inesperado que se pensó iba a durar toda una eternidad. Pero se acabó. Allí empezaron a florecer los malos manejos, las pésimas gestiones de gobierno, la ineficacia del gasto, los hechos de corrupción; en suma, todo aquello que antes se mantuvo opacado por el súbito encandilamiento empezó a salir a la luz. Los supuestos agoreros del desastre que reclamaban prudencia en el manejo de la cosa pública, atacados y vejados por sus gobiernos, de pronto, en el momento de escasez tenían razón. Poco a poco la ciudadanía empezó a advertir el gran engaño. Su indignación fue mayor cuando salieron a la luz casos de insólita indelicadeza, que han puesto a una exmandataria al filo del enjuiciamiento y quién sabe, de la prisión. El malestar fue de tal magnitud que, en un tiempo muy corto, el mapa político latinoamericano cambió en forma radical.
Los dos países más grandes de Suramérica tienen ahora como gobernantes a políticos de tendencia opuesta a la que hegemonizó hace poco en la Región. El cambio empezó en Argentina. Sin duda tomó de sorpresa a todos. Esto se revela cuando un ex funcionario fue encontrado con bolsos con casi una decena de millones de dólares y a la hija de la ex Presidenta se le descubre una caja de seguridad en un banco igualmente con millones en efectivo. ¿Se habrían producido estas revelaciones si el gobierno argentino hubiera estado en manos del candidato respaldado por la anterior gobernante?
Luego vino la derrota electoral del oficialismo en los comicios parlamentarios en Venezuela, que también puso en alerta a los detentadores del poder. El nivel de descrédito del gobierno de Maduro es de tal naturaleza, que ha logrado que salgan a las calles a protestar en su contra un número de manifestantes, en una de las mayores movilizaciones populares que se han dado en el continente. El último suceso fue la destitución de la expresidenta del Brasil, como culminación de un proceso de hastío con una cúpula gobernante enredada en escándalos de corrupción inimaginables.
La tendencia parece ser inexorable. Rehenes de sus propias proclamas, los mandatarios que aún están en funciones enfrentan momentos delicados, sin que de ellos se pueda esperar algo diferente de lo que hasta ahora han puesto en práctica y que ha resultado negativo para sus países. Resta ver hasta cuando resisten las economías de esos pueblos el embate de unas teorías que se han mostrado ineficaces, impuestas con una intransigencia y tozudez dignas de mejor causa.