En una de sus intervenciones durante la reciente reunión del G-20, nuestra Presidenta, con su habitual afán de protagonismo, se preguntó por qué es distinto matar con armas químicas, que con armas convencionales. Más allá de que debió haber sido previamente advertida sobre esa cuestión por sus asesores de política exterior, la mera formulación de semejante pregunta seguramente asombró, con razón, a muchos. Quizá todavía más que el insólito reconocimiento de las limitaciones y dificultades que le genera el idioma inglés.
Hace pocos días, Steven Erlanger, desde las columnas del The New York Times le contestó la pregunta, sin mencionarla. Porque la condena universal del uso de armas de destrucción masiva es de vieja data. Se remonta a 1675, cuando tanto Francia como el Sacro Imperio Romano acordaran no utilizar balas cargadas con venenos. Lo que fue seguido, algo más tarde, por la prohibición expresa contenida en la Convención de La Haya, de 1899. Armas letales de destrucción masiva que matan indiscriminadamente, a través del sistema nervioso, por asfixia o envenenamiento.
Aunque, en rigor, el rechazo -inequívoco, absoluto y universal- de las armas químicas se produjo como consecuencia de los horrores provocados por su uso en la Primera Guerra Mundial, donde Alemania fue el primer beligerante en usarlas masivamente. En Ypres. En abril de 1915, en una acción militar en la que murieran más de 6 000 soldados franceses y británicos.
Pese a que apenas un 2% de los muertos en esa guerra falleció por el uso de armas químicas, la comprensible repulsión que generaran trajo como consecuencia su prohibición a través del Protocolo de Ginebra de 1925, oportunamente suscrito por la propia Siria. Norma que pertenece al corazón mismo del derecho internacional de la guerra, en vigor desde 1928 y ha sido desde entonces de aceptación universal.
Durante la Segunda Guerra Mundial, ninguna de las partes combatientes utilizó armas químicas en las batallas. Los nazis, no obstante, las usaron en el infame genocidio contra los judíos y con las persecuciones despiadadas contra otros grupos, incluyendo gitanos.
El uso de las armas químicas se reiteró en 1935, por el fascismo italiano, en Abisinia y Etiopía y, luego, por Japón, en 1940-41, en territorio chino. Más tarde, en 1965-67, fueron usadas por el dictador egipcio Gamal Abdel Nasser durante la guerra de Yemen. Y también, en la guerra de Vietnam, con el uso masivo por los norteamericanos del defoliante “agente naranja”, que tuvo impacto colateral en la salud humana de los que quedaran expuestos. El peor incidente de los tiempos recientes con armas químicas ocurrió durante la guerra entre Irán e Iraq, en la década de los 80.
Las armas químicas son, desgraciadamente, relativamente fáciles de producir sin que se requiera mayor esfuerzo económico, ni tecnológico, se las suele denominar las armas nucleares de los pobres. Por todo esto hoy buena parte de la población israelí convive con máscaras de gas. La comunidad internacional las prohíbe expresamente. Desde hace rato ya. Con normas convencionales universales, que son del dominio público. Con la más absoluta razón.
La Nación, Argentina, GDA