“Dios escribe recto con renglones torcidos” –dicen que dijo uno de los mayores Padres de la Iglesia que se encontraba perplejo por el contraste entre la perfección divina y las torpezas humanas. Sus palabras no se encuentran lejos del famoso “creo porque es absurdo” de Tertuliano y tenían aquella fuerza que es propia de la fe que se abandona a la confianza en el “plan de Dios”, pese a todas las evidencias que podríamos acumular en contrario.
Comprensible en el plano religioso (aunque no por ello aceptable), parecería que aquella idea no hubiera podido subsistir en el horizonte del mundo moderno, habitualmente concebido como un mundo del que se han evadido los dioses para que reine la Razón como único principio ordenador de la realidad. No obstante, una suerte de providencialismo laico es la que ha sustentado el pensamiento económico de la modernidad capitalista, que suele invocar con frecuencia la “mano invisible” que regula al mercado, aunque no siempre se recuerda que fue Adam Smith quien acuñó esa fórmula. Su principal efecto consiste en subsumir el racionalismo moderno en un fideísmo extraño e incomprensible que confía en la corrección de las desigualdades sociales, pero ya no por la acción insondable del ningún plan divino, sino por la no menos insondable vigencia de las leyes del mercado.
Reacio a admitir cualquier forma de fe, no estoy dispuesto a dejarme seducir por ningún providencialismo, ya sea teológico o económico; pero tampoco me convence el providencialismo histórico (cuya raíz no es marxista, sino positivista), según el cual la revolución es un proceso necesario del cual deberá surgir, sin duda posible, el reino de la libertad. En su nombre, diversos movimientos contemporáneos han procedido al establecimiento de la sinrazón y el sinsentido, apelando a la “razón superior del proyecto”, y nos han dejado perplejos ante el contraste entre el bello equilibrio de sus utopías y el agrio rostro de los hechos consumados.
Pienso, por lo tanto, que si bien un proyecto histórico puede justificar los actos que conducen a su realización, aun cuando choquen con los valores del mundo que intenta superar, esa justificación solo aparece a posteriori, cuando el proceso ya ha sido cumplido y el proyecto se encuentra realizado. Para quienes viven o vivimos un proceso semejante, la incertidumbre no termina: no solo que ella condensa el sentido radical de la existencia humana, sino que se levanta como un continuo desafío. Lejos de admitir como necesaria la incongruencia de los actos con los valores que proclaman, debemos ver con claridad que todas son fruto de decisiones conscientes, personales o colectivas, que acarrean una ineludible responsabilidad en la medida en que son decisiones libres y voluntariamente asumidas. Ojalá lo comprendan quienes suelen excusar sus despropósitos acudiendo a la “razón superior” de un proyecto. Ojalá lo recuerden también quienes aspiran a continuar o revertir esos procesos.