El último grito de la moda es la reelección indefinida, una figura que se aproxima más al abismo de los absolutismos que a las llanuras democráticas. En lo político es evidente que se producirá una polémica enmienda constitucional en lugar de una consulta popular que ha sido esquivada precisamente por los resultados abrumadores (en contra de la enmienda y a favor de la consulta) que, al parecer, arrojaban ciertas encuestas.
En cambio en lo deportivo no se requieren enmiendas ni consultas, sólo basta chartear un avión para llenarlo con amigos aunque estos ni siquiera sepan cuántos jugadores pone en cancha cada equipo; y si no hay partido a la vista, será suficiente una declaración de amistad escrita y firmada en acto público y solemne para que Él no sólo le bendiga para siempre, sino incluso le otorgue jugosos anticipos a buena cuenta de la bolsa común de los derechos.
Días atrás, el presidente uruguayo José Mujica decía que “la reelección indefinida es un acto monárquico”. En efecto, en cualquiera de sus espacios lo es y las pruebas han estado siempre a la vista, pero además de monárquico es un acto instintivo de conservación. El poder, como es bien sabido, resulta un manjar dulce para quien lo ostenta, y asimismo, su pérdida o su carencia generan brotes de ansiedad y depresiones similares a los síndromes de adicción. Quizá en este punto resida -al menos en parte- la explicación de esa enfermiza necesidad de aferrarse y quedarse con él, dentro de él y subyugado por él para siempre.
De algún modo todo hasta aquí resulta comprensible: el gobernante, el directivo, el Alcalde o el cacique de pueblo, sólo por citar algunos ejemplos, se aferran al cargo que han desempeñado durante años o décadas porque están enfermos de poder, porque sufren una patología incurable, y porque la ausencia de sus dosis diaria de autoridad los podría llevar a la tumba en poco tiempo. Desde un punto de vista humano e individual es absolutamente entendible.
Sin embargo lo que llama la atención en este tipo de fenómenos es la actitud colectiva de alabanza irreflexiva frente a la ambición natural de una sola persona. El silencio de unos y el apoyo “incondicional” de otros, da mucho qué pensar sobre aquellos que forman parte de la directiva deportiva o de los miembros de un partido o movimiento político que no tiene entre los suyos a nadie que tome la posta del que se encuentra en el poder.
Al parecer los colaboradores y amigos de los que quieren quedarse eternamente en el poder necesitan sobre la cabecera de sus camas la imagen mesiánica del que todo lo puede y todo lo soluciona, ya que ellos ni pueden ni son solución.
Y no importa que Él desconfíe de las capacidades o dude de los talentos de los suyos, pues lo que realmente interesa es cumplir sus deseos más íntimos de quedarse allí, y para eso sus cofrades lo sostienen, lo adoran y a veces también lo llevan en andas, pero, por lo demás, no le sirven para nada, menos aún para reemplazarlo.