La primera quincena que me gané en la vida me la gasté en Seseribó. Tenía 19 años, una novia y mucha ilusión de celebrar mi novel condición de reportero en ejercicio. La plata se esfumó pero quedó para siempre el júbilo de bailar con una chica en brazos y tarareando la letra de una canción que hasta te arrancaba risas de lo chistosa que era. Este es el primer recuerdo importante que guardo de aquel lugar y con él me voy a quedar porque Seseribó ha decidido cerrar luego de 30 años de vida.
Durante todo ese tiempo, miles de personas pasaron por allí al menos una vez, aunque sea para mirar la fauna heterogénea que poblaba aquel lugar. Es que, como pocos, aquel sitio tuvo la virtud de aglutinar a gente de toda índole y ofrecerle un espacio de diversión común. En la pista de Seseribó, los Florsheim del aniñado servían igual de bien que las alpargatas del antropólogo. Allí, lo único importante era divertirse bailando a más no poder.
Seseribó nos enseñó a varias generaciones de quiteños que la fiesta –el goce dionisíaco, como tal– no se obtiene tanto en la bebida o en la conversación, sino principalmente bailando; bailando en pareja y acompasadamente, “sobre la superficie de un ladrillo”, como prescribía Tito Puente.
Ese vértigo contenido y la cercanía que una pareja alcanza cuando logra construir un laberinto de pasos sin hablarse de antemano era el premio que muchos buscaban cuando iban a Seseribó, o “Sese”, como se le decía en mi época.
Seguramente muchos –y no solo yo– se gastaron una quincena en aquel lugar. A pesar de eso, Seseribó se ve obligada a retirarse del mercado. Talvez sea porque a los dueños les faltó ponerse de acuerdo sobre cómo remozar el lugar sin hacerle perder su identidad original.
Talvez hizo falta leer mejor el signo de los tiempos y no atrincherarse demasiado en una fórmula que sirvió estupendamente durante los 80 y 90, pero que durante la última década ya comenzó a oler a naftalina. O talvez simplemente era tiempo de cerrar y punto.
Especulaciones aparte, el cierre de Seseribó nos apena porque marca el fin de un ciclo para muchas personas que, como yo, vivieron momentos de intensa felicidad en aquel lugar. Todo gracias a esa música de raíz africana que fue compuesta por autodidactas hace 50 o 60 años atrás y que, pese a ello, sigue sonando fresca y joven.
Seseribó significa “sonido que no se escucha”. Lo cuenta Cabrera Infante en una novela suya. Quito siempre necesitará de lugares con ese talante seductor y difícil de definir que tuvo aquel lugar y que, seguramente, será irrepetible.
Ojalá vengan otros tipos de Seseribó, nuevos lugares donde la gente pueda halagar sus sentidos con música clásica de alta calidad –la salsa lo es– y buen arte.