El fútbol aguantó lo que pudo con partidos en estadios vacíos, pero el coronavirus fue un enemigo demasiado poderoso, el único que logró detener al deporte rey de manera global, algo que solamente lo lograron las dos guerras mundiales.
Porque ni otros conflictos bélicos ni tampoco otras enfermedades pusieron al fútbol en la parálisis total y lo obligaron a irse en contra de su esencia: si el balompié tenía de bueno la hermandad multitudinaria, el abrazo feliz, el contacto con el amigo y el enemigo, pues el covid-19 lo obligó a aislarse y a refugiarse en algo tan surrealista como las cascaritas con rollos de papel higiénico.
El fútbol volverá, por supuesto, pero ya está decretado el golpe a las costillas con el anuncio de que este año no habrá ni Copa América ni Eurocopa, dos torneos que por fin unificaron sus calendarios y que, casualmente, se planificaron con una innovación de formato. Para la Ecuafútbol esto es demoledor, pues el dinero del torneo daba piso a las contrataciones del cuerpo técnico, encabezado por un europeo que, casualmente, hace magníficas cascaritas con el papel.
Hoy se habla de que esta pandemia exigirá a la humanidad todo un replanteamiento de casi toda la sociedad. Se habla de repensar la economía, porque es increíble que tanta gente tenga problemas para sostenerse si no trabaja un par de días. Se habla de usar mejor la tecnología, pues pese a tanto big-data y a tanta Inteligencia Artificial no se pudo prever la expansión del virus.
Y, lógicamente, se dice que también hay que replantarse el papel del deporte profesional. Creo que el deporte mantendrá su función social como enorme pasatiempo internacional y como una fuente de historias de superación. Pero deberán replantearse ciertas cosas: ¿tiene sentido que un jugador gane más que un científico, por ejemplo?
Los futbolistas matan el tiempo con el reto del papel higiénico.