El mundo ha cambiado inexorablemente. Pasaron los tiempos en que prevalecía la tranquilidad, el sosiego y la seguridad; es decir, cuando salíamos a las esquinas a conversar, al parque para ver a las muchachas, jugar la pelota, la billa o ir a ver películas de chullas…
En el siglo XXI vivimos insuflados de aparatos electrónicos, que incomunican a las personas, quienes, con celular en mano, envían chats y videos a corta distancia, mientras sus oídos lucen tapados por audífonos. La conversación agoniza, en tanto afuera predomina el ruido y la velocidad: las calles dejaron de ser patrimonio de los peatones porque los vehículos han colonizado las ciudades. Y en todas partes se ha instalado el espectáculo y la diversión, mientras el espacio público se limita a niveles preocupantes, sin que las autoridades digan pío.
La desconfianza es ahora el patrón que nos anima a estar despiertos, no sólo en plazas y calles sino en las oficinas y hogares, incluso cuando dormimos. La pobreza moral acecha por todo lado: en el taxi, en el bus, en el trole y en el metro. O cuando caminamos en las aceras. Hay que apretarse bien los cinturones, las billeteras y los celulares porque alguien ausculta a las personas desprevenidas. El territorio de la incertidumbre se ha instalado en nuestro alrededor, por obra de los héroes – ¿antihéroes? – del fracaso social o del Estado fallido.
Y si esto fuera poco, cuando buscamos tranquilidad en las salas de nuestros hogares, la televisión, la radio y las redes sociales nos encandilan con malas noticias, y muy poco o nada de quimeras salvadoras. En nombre de la libertad de expresión nos esclavizan las mentes y corazones, con distractores que nos inflan con esperanzas superfluas: novelas de espanto, con reyes de las mafias narco delincuentes; parodias de cantantes imitadores; concursos de cocina light -ojalá organicen pronto un concurso entre las huecas de la ciudad-; caídas al pozo de la desdicha… Y como telón de fondo, los informes diarios de la enfermedad bioética del Ecuador: el cáncer, con metástasis incluida.
Ante estas situaciones, no hay alternativas. Es el momento de resistir y refugiarse en los vicios nobles: leer un libro, escribir párrafos como catarsis, oír música, caminar a puerta cerrada, buscar cercanías para conversar con los que amamos, establecer distancias con los miserables, y defender a nuestro modo la verdad antes que nos invada la locura.