Eduardo Solá Franco empezó a pintar en la adolescencia. A la izquierda, ‘Autorretrato’ (1951). Reproducciones: Armando Prado / EL COMERCIO
“Es de tanto desear que no se vive / es de tanto buscar que no se encuentra / es de tanto sufrir que no se llora”. Este fragmento del Poema Tercero (1957) de Eduardo Solá Franco condensa la sensación de extrañamiento de sí mismo y de su país, que los estudiosos de su trayectoria han puesto en varias ocasiones en primer plano al adentrarse en su variada y prolífica obra: pintura, teatro, poesía, narrativa… Pero eso lo sabemos ahora que también sabemos quién fue Solá Franco.
De conocer poco o nada de él, por lo menos en los ámbitos académico y artístico hoy este artista ecuatoriano (Guayaquil, 1915 – Santiago de Chile, 1996) tiene un sitio visible y para nada menor. Dos grandes exposiciones dedicadas exclusivamente a su obra, en el Museo Municipal de Guayaquil (2010) y en el Museo de Arte Moderno de Cuenca (2015); y su inclusión en la muestra Alma mía (Quito, 2013), que lo situó junto a Víctor Mideros, Camilo Egas y Emmanuel Honorato Vásquez entre los insignes representantes del simbolismo y la modernidad del Ecuador de 1900 a 1930, dan cuenta de esta especie de ‘revival’ del que tanto personaje como obra gozan de unos años para acá en el panorama cultural local.
El renacimiento
Como es sabido, solo muere aquel que ha sido olvidado. Entonces podría decirse, exagerando un tanto, que Solá Franco sufrió una especie de muerte en vida, cuando sus contemporáneos le negaron importancia y reconocimiento; y, en cambio, empezó a vivir casi apenas dejó este mundo aquejado por un cáncer, tras haber vivido sus últimos días sin holgura económica y en soledad.
Un primer acercamiento a su trabajo, ya con la conciencia de su valor, se da el mismo año de su muerte. En 1996, el Banco Central del Ecuador empezó un trabajo de edición con sus diarios ilustrados que se llamó ‘Solá Franco. Diario de mis viajes por el mundo’, según consigna Irving Zapater en un artículo publicado el 2015 en la revista Letras del Ecuador. En el 98, el mismo Banco Central publica ‘Reflexiones’; se trata de una de sus libretas de notas de 1982, que su albacea y amigo Luis Savinovich convierte en una especie de folletín que testimonia su faceta espiritual, como recoge el libro más reciente que se ha publicado sobre el artista: ‘Eduardo Solá Franco. El impulso autobiográfico’ (2016), editado por la Bienal de Cuenca, y que inaugura la colección Los Nuestros.
Imagen: ‘El ojo de la noche’ (1978)
Entre los primeros intentos del Banco Central por rescatar la figura del guayaquileño y lo que podría llamarse su verdadero ‘revival’ pasaron alrededor de 10 años. Como recuerda Pilar Estrada, curadora y gestora cultural (actual directora del Centro Cultural Metropolitano de Quito), alrededor de los años 2006-2007 la Sociedad de Beneficencia de Señoras de Guayaquil realizó una subasta con la obra Solá y ahí empieza su retorno.
En el 2002, una nota de El Universo registró que cuando sus cenizas regresaron a Guayaquil ese año, Savinovich anunció que fue su voluntad que su obra se subastara y los fondos recaudados se destinaran a la Sociedad de Beneficencia de Señoras y al asilo Carlos Luis Plaza Dañín.
Estrada relata que entonces Guayaquil se encontró con un Solá Franco distinto, ya no el de los bodegones y otros motivos más convencionales que su círculo conocía. Con obra llegada de Roma, por ejemplo, la subasta se llevó adelante y, en alguna medida, Solá Franco volvió a presentarse en sociedad. Esta vez llamando la atención poderosa y positivamente.
Algunos años después, Estrada hizo una investigación sobre el artista y junto con Rodolfo Kronfle (hoy, sin duda, el mayor conocedor de la obra de Solá), en el 2010, sacó adelante la primera exposición grande dedicada solo a él: ‘Eduardo Solá Franco. El teatro de los afectos’; que se acompañó de un libro homónimo.
El descubrimiento
Una vez muerto, cuando los lienzos, los cuadernos de notas y los diarios de Solá Franco empezaron a circular fue evidente para la mayoría que, como apunta el poeta, crítico de arte y director de la Bienal de Cuenca, Cristóbal Zapata en ‘El impulso autobiográfico’, estaban frente a “uno de los personajes más fecundos y versátiles de la cultura ecuatoriana de todos los tiempos”.
Y, según Kronfle, fue alguien que además “desarrolló un universo visual en extremo personal en medio de un mundo que a sus ojos se descomponía progresivamente”; siempre con la mirada puesta en el paraíso perdido, siempre a contracorriente. Porque solo hizo lo que quiso. Eso le ha valido el mote de “ecléctico”, a veces para descalificarlo, a veces para ponderar su versatilidad, su voluntad de búsqueda.
Imagen: ‘Beau garcon’ (1973)
Cobijado por la inmunidad que otorgan el tiempo y la muerte, Solá Franco entonces empezó a cobrar sentido histórico; y el proceso de reconstrucción del artista sigue adelante, pues ya no depende de las cortapisas del deber ser artístico.
Bajo el paraguas del simbolismo, su arte podía ser visto como “introvertido, antihistórico, personal y hasta confesional”; así define a esa corriente la historiadora del arte Alexandra Kennedy en el libro ‘Alma mía. Simbolismo y modernidad Ecuador 1900-1930’. La investigadora también sostiene que muchos de los cuadros de Solá Franco no estaban hechos para que los viera el público y que la gravitación de su obra alrededor del cuerpo se origina en la búsqueda y el hallazgo de su homosexualidad.
La frustración
Solá nunca se sintió completo en su tierra; y resentía la negativa del reconocimiento y el maltrato al que lo sometieron sus pares -imbuidos de realismo social e indigenismo– que no le daban el menor espacio de acción. Ni aquí ni en el extranjero logró la notoriedad que, aunque no buscaba, sentía y sabía que merecía.
Su orientación sexual también fue un obstáculo en un ambiente conservador como el ecuatoriano, por eso se fue. Solá Franco estaba consciente de su singularidad en muchos aspectos, respecto de la sociedad en general y del medio artístico local.
“No hace falta especular demasiado para darse cuenta que el establishment cultural no le perdonó a Solá su triple disidencia: estética, política y sexual”, escribe Zapata. Su heterodoxia no iba con la ortodoxia artística y sexual de la época. Ofendía con su existencia a las morales burguesa y revolucionaria por igual. Pero esa ya es agua pasada. Eduardo Solá Franco está de regreso y la mayoría lo mira boquiabierta.
De la Bienal
‘Eduardo Solá Franco. El impulso autobiográfico’ inaugura la colección Los Nuestros, de la Bienal de Cuenca, que busca reponer la obra de artistas emblemáticos de la modernidad ecuatoriana.