¿Radiante joya en la Amazonía?

Reunión del Papa con comunidades indígenas amazónicas, en el Sínodo de octubre. Foto: www.vaticannews.va

Hace algunos meses salió a luz en Alemania el libro ‘Zölibat. 16
Thesen’ (Celibato. 16 tesis) del reconocido historiador de la Iglesia Hubert Wolf. Según el autor, para muchos católicos conservadores el celibato es la “radiante joya en la corona de la Iglesia”, y quien se atreve a negar la obligación del celibato de los sacerdotes es considerado cercano a la herejía. No obstante, los tiempos cambian y en octubre del 2019 se llevó a cabo, en Roma, el Sínodo Especial sobre la Amazonía, convocado por el Papa Francisco. Entre los consultores asistió el recién fallecido padre salesiano Juan Bottasso.
Su objetivo principal no era tratar sobre el “cuidado de la casa común” ante el desafío ambiental, como ya lo hizo Francisco en su encíclica ‘Laudato sí’. Tampoco solo discutir sobre la inculturación del Evangelio en los pueblos amazónicos, cuyos derechos originarios deben ser protegidos y respetada su libertad frente a un misionerismo exclusivo. El tema primordial fue ¿cómo cumplir el encargo de Jesús de celebrar la Eucaristía y en ella recordar su muerte y festejar su resurrección, si por la escasez de sacerdotes y la inmensidad de la selva amazónica no es posible visitar a muchas comunidades católicas sino una o dos veces al año? Ante la penuria de sacerdotes célibes, la solución sería ordenar a hombres casados, en lo posible viri probati (varones probados) de las comunidades indígenas. Y si además hay mujeres misioneras que colaboran en el acrecentamiento de la fe, ¿por qué no ordenarlas como diaconisas?
Tanto el Papa como los obispos conocen que Pedro estaba casado y que Jesús sanó a su suegra enferma (Mc. 1:30). Además, en la primera carta a Timoteo (1 Tim. 3:2), el célibe Pablo escribe que el obispo debe ser “irreprensible, casado una sola vez, sobrio, sensato… que gobierne bien su propia casa y mantenga sumisos a sus hijos con toda dignidad”. El celibato no es, por lo tanto, un precepto apostólico y menos un mandamiento divino.
A pesar de la oposición de numerosos clérigos, el papa Siricio, el año 385, lo declaró obligatorio para los de rango superior. La Iglesia griega aceptó el celibato de los obispos, mientras el clero parroquial está formado por hombres casados antes de la ordenación sacerdotal. En la Iglesia latina hacia el siglo XII, por influjo del monacato, se obligó al clero secular a observar el celibato, más por razones económicas, pues se daba el abuso de que los hijos de los sacerdotes heredaban las propiedades de la Iglesia. Solo en el siglo XIX se sacralizó el celibato ministerial de los presbíteros, como un carisma especial que otorgaba al clero un rango superior frente a los laicos.
También las mujeres fueron, desde el comienzo, principales colaboradoras de la Iglesia. María Magdalena (Jn. 20: 11 y ss.) y otras mujeres fueron elegidas para anunciar a los discípulos y a Pedro la resurrección de Jesús. San Agustín llama a la Magdalena “la apóstol de los apóstoles”. Entre las primeras cristianas recomienda Pablo en su epístola a los Romanos (Rm. 16:1) a la portadora de la carta: “Febe, nuestra hermana, diaconisa de la iglesia de Cencreas… porque también ella ha ayudado a muchos y, en particular, a mí”. A ella se suman en el epistolario otras once “colaboradoras” y “señaladas en el apostolado” como Prisca (Rm. 16: 3-5), Junia (Rm. 16: 7), Evodia y Síntique (Flp. 4:2-3). Comparando los ministerios de los diáconos (Esteban, Felipe, etc.), además de la función de velar por la comunidad y ejercer cuidados materiales, las diaconisas se encargaban de la evangelización como maestras y misioneras. En cuanto a las “viudas” (1 Tim. 5: 1-15) que son objeto de rigurosa selección, no se sabe qué quehaceres les eran confiados. De todos modos, el diaconado femenino existió hasta el siglo V, cuando fue suprimido en la Iglesia occidental, mientras en la oriental desapareció más tarde.
De los 120 capítulos del documento final del Sínodo, que no es sino un catálogo de propuestas que espera la decisión del Papa, los referentes al cuidado de la Amazonía como “pulmón del planeta” y a la protección de los pueblos aborígenes no suscitaron discusión alguna; a lo más en floridos discursos se puso de relieve que la dignidad humana y el cuidado de la naturaleza creada por Dios son inseparables, y que la humanidad debe “convertirse” y no solo esperar un cambio de actitud al respecto. Se conoce que mayor discusión promovieron los capítulos referentes a la ordenación sacerdotal, excepcional en la Amazonía, de viri probati casados (cap. 111), y a la promoción al diaconado de mujeres misioneras, que en la práctica y en remotos lugares cumplen las tareas de párrocos (cap. 103). Para el efecto, la correspondiente comisión había invitado a 30 mujeres quienes solo pudieron referir sus experiencias y proponer sus consideraciones.
A pesar de la formulación vaga y tibia, huérfana de acuerdos relevantes, de los capítulos mencionados, entre los 185 “padres sinodales” (todos hombres: cardenales de la curia, obispos y misioneros de la Amazonía) 41 votaron non placet al capítulo 111 y 30 al apartado 103. De todos modos, por más que el decreto de Juan Pablo II que, hace 25 años, declaró terminada la discusión sobre la ordenación de mujeres, incluso al diaconado, la situación real de la Iglesia ha demostrado la obligación moral de buscar soluciones. Aunque proseguirá la discusión entre los eclesiásticos conservadores que se consideran custodios del dogma y la moral, y los progresistas que buscan un cristianismo con rostro más humano, la última palabra la tendrá el papa Francisco, que podrá aceptar las recomendaciones del Sínodo, denegarlas o admitir algunas de ellas como obligatorias en una Iglesia que cada vez debe enraizar la fe en la realidad humana.
* Ph.D. en Antropología Cultural, con especialidad en Etnohistoria y Ciencia Comparada de la Religión