Rodolfo Walsh.El argentino dio inicio a la llamada literatura de no ficción. Cortesía archivo
En esta discusión sobre el periodismo en tiempos de Internet y de las nuevas narrativas digitales, se habla mucho de la extinción del periodismo tal como se conoce. Periodismo viejo, dicen. Es, probablemente, otro de los augurios no tan cumplidos como la muerte del libro -de la literatura-, del cine y tantas otras cosas. Cada vez que aparece una tecnología transformadora, se piensa de inmediato en el fin de lo anterior, pero más que modificar la estructura de lo que comunica, cambia apenas el modo en que nos llegan los contenidos. La estructura narrativa prácticamente se mantiene inamovible. Quizá por eso el periodismo estadounidense encontró un término para la naturaleza de su trabajo: ‘stories’ (historias) que no están escritas por ‘reporters’ sino por ‘writers’.
El gran periodismo tiene algo de literatura. Al menos, se llevan muy bien. Grandes escritores ejercieron como periodistas o los periodistas derivaron en escritores: Mark Twain, Walt Whitman, John Dos Passos, Ernest Hemingway, Gabriel García Márquez, Carlos Drummond de Andrade, Gay Talese, Oriana Fallaci, Ryszard Kapuscinski. Y en el 2015, Svetlana Alexievich se convirtió en la primera en ganar el Nobel de Literatura por su biblioteca periodística.
Quizá la mayor diferencia entre periodismo y literatura sea el tiempo. El periodismo sabe que es efímero; la literatura lucha contra el olvido. La prensa no es historia, es apenas su “primer borrador”, como dijo Philip Graham, ícono del Washington Post. Trabaja sobre el presente. Esa es su tragedia; esa, su fascinación.
Si el olvido es su condición, vale la pena acudir a los libros de grandes periodistas, dejar de ir tanto a las fuentes y más bien volver a los orígenes.
Todo periodista, en algún momento, ha soñado con ser un corresponsal de guerra. Es como el non plus ultra de este oficio. Y son tantos los periodistas a los que seguir, como Martha Gellhorn, John Lee Anderson… pero quizá el mayor de todos sea John Reed, a quien muchos consideran el padre del nuevo periodismo.
Estadounidense de clase acomodada, estudiante de Harvard, Reed fue corresponsal en la Primera Guerra Mundial, pero sus trabajos más importantes fueron ‘México Insurgente’, sobre la revolución mexicana, y ‘Diez días que conmovieron al mundo’, sobre la revolución rusa.
Miembro fundador del Partido Comunista estadounidense, su trabajo sobre la revolución rusa es considerado el mayor. Pero ‘México insurgente’ es el texto de la cercanía, quizá porque el protagonista es Pancho Villa en la toma de Chihuahua. Admira su ideal de una nueva República sin ejército, pero con un pueblo armado. Y también están la tropa, los villistas, los peones del campo que buscan la tierra para ellos. “Es imposible imaginar cuán cerca están de la tierra los peones de estas grandes haciendas”, escribe. Con ellos vive y sufre; su vida corre peligro por el hecho de ser “un gringo” infiltrado, pero también siente la lealtad: “desesperadamente pobres, ofrecían alimento y camas”. Comprende, a la fuerza, la violencia: “¿Hay una guerra en Estados Unidos ahora?”, le preguntan. “No”, responde. “¿Ninguna guerra? ¿Cómo hacen, entonces, para pasar el tiempo?”
John Reed es el periodista que está en el lugar de los hechos. Ese es el privilegio del corresponsal de guerra. Otros -la mayoría- tienen la tremenda tarea de reconstruir una historia que no atestiguaron. Dependen de las versiones y siempre dudarán si lo que les contaron se apega a la verdad. Cotejan la información. Es lo que tuvo que hacer el argentino Rodolfo Walsh para escribir una de las piezas magistrales del periodismo latinoamericano: ‘Operación masacre’.
Los argentinos -no habría que asombrarse- aseguran que ‘Operación Masacre’, publicado en 1957, antecede con nueve años a ‘A sangre fría’, de Truman Capote, el libro que el mundo considera el inicio de la no ficción. Lo cierto es que la fascinación de este libro se inicia desde el mismo prólogo, cuando alguien le dice a Walsh, mientras jugaba ajedrez en un bar de la ciudad de La Plata: “hay un fusilado que vive”.
Eso le bastó para buscar la historia sobre los 18 fusilados en un descampado en las afueras de Buenos Aires. Apenas unos tres eran parte de la resistencia peronista contra la dictadura de la Revolución Libertadora, que derrocó a Perón en 1955. Los demás se encontraban en la casa allanada, como vecinos que se juntaron para escuchar por radio una pelea de box. No sabían que ese mismo día, el 9 de junio de 1956, el general Juan José Valle se sublevó contra la dictadura del general Pedro Eugenio Aramburu para restituir a Perón. Tampoco sabían que se había decretado la ley marcial.
Walsh sí fue testigo ese díadel mayor combate entre rebeldes y leales al Régimen,en el combate de La Plata. “Tampoco olvido que, pegado a una persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: ‘¡Viva la patria! sino que gritó: ‘No me dejen solo, hijos de puta’”, escribió.
No era uno sino siete los supervivientes. Y la manera cómo estructura el relato, los diálogos, la incertidumbre y el pánico; la balacera, el cómo sobreviven al fusilamiento, la torpeza de los militares, dejan un profundo dolor en quienes leen esas páginas.
Walsh no era un peronista, más bien era antiperonista. Tampoco era un periodista político, sino un escritor de literatura policial de enigmas, como buen descendiente irlandés. Pero los fusilamientos en José León Suárez le cambiaron el panorama. Se adhirió al peronismo de izquierda. Fue periodista en Cuba y logró desencriptar un mensaje que permitió a Fidel Castro armar la defensa ante la invasión a Bahía de Cochinos.En el primer aniversario del golpe de 1976, envió una Carta Abierta a la dictadura. Al día siguiente fue acribillado por uno de los ‘grupos de tareas’. Se llevaron su cuerpo moribundo y nunca más se supo de él.
Carl Bernstein y Bob Woodward.Dos periodistas que revelaron toda la trama de corrupción por la que Nixon debió renunciar a la Presidencia de EE.UU.
El periodismo político tiene su momento cumbre cuatro años antes de la muerte de Walsh. Dos periodistas ignotos del Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein, fueron asignados a cubrir el asalto a las oficinas de la sede del Comité Nacional del Partido Demócrata, en el edificio Watergate, el 17 de junio de 1972. Lo que pudo haber quedado como un robo común, terminó en la revelación del carácter delincuencial del presidente Richard Nixon.
La trama descrita es la muestra de lo que el periodismo puede ofrecer: “la mejor versión posible de la verdad”, según Bernstein, y lo necesario que es para la institucionalidad de una democracia, al punto que los republicanos iban a votar por su destitución.
Pero la fascinación de este libro es que no se dedica a revelar lo que ya se sabía, sino que es una ‘novela’ sobre cómo es ‘la reportería’, entre dos personas totalmente disímiles, en una situación cuando se pretendía vulnerar la libertad de prensa y expresión.
Son tres libros, escogidos arbitrariamente, que, de tan bien escritos, merecen desempolvarse de los estantes.