Retrato del poeta Alfredo Gangotena, del pintor Alberto Coloma. Foto:Tomada de Letras del Ecuador. Año 1, N° 1. Quito. 1 de abril de 1945. p. 8.
El pintor Alberto Coloma Silva fue amigo de Alfredo Gangotena. Del estrecho vínculo que les unió existe el retrato que le hizo al escritor, y al ver ese cuadro confirmamos que el artista consiguió en sus trazos resaltar el carácter profundo del gran poeta. En la primera compilación de los versos en español (1956) de Gangotena, los editores recogieron, en la última sección del volumen, cinco poemas dedicados a Coloma Silva, sección que titularon “Poemas varios”, que incluye su bella composición: “Perenne luz”.
Hace poco tuve la fortuna de hallar un texto que Gangotena escribió para presentar el cuadro “Nuestra Señora de Quito” de Coloma Silva en la revista Ecuador Franciscano.
Antes de partir con su familia a París en 1920, adolescente aún, Alfredo Gangotena había publicado algunos poemas en las revistas quiteñas La Alborada, Juventud y la Revista de la Sociedad de Estudios Jurídicos. Su integración en el ambiente cultural francés la facilitó su compatriota, el escritor y diplomático Gonzalo Zaldumbide.
Aunque Gangotena adoptó la lengua francesa para sus poemas, publicó varios de ellos en revistas de ambos idiomas, en Repertorio Americano (1922), Intentions (1923), Philosophies (1924), Revue de l’Amérique Latine (1925) y Hélice (1926). A la aparición de su primer poemario Orogénie (1928), publicado en la Nouvelle Revue Française en la Colección “Une œuvre, une portrait” —en la que Alfonso Reyes publicó su edición francesa de Visión de Anáhuac (1927)—, Zaldumbide escribió: “Y se ve la transparente inocencia con la que el poeta cree en la realidad instantánea del mundo interior que él ha creado casi sin saberlo. Su imaginación, sin medida común a los elementos de la poética tradicional, fuera de toda experiencia adquirida, le emparentan con los poetas de la generación que toma por asalto el mundo. Ellos reconocerán en el joven ecuatoriano a un poeta francés más, que ha sabido incorporarse por instinto al unísono de las voces más inauditas de hoy”.
Concluidos sus estudios en Ingeniería en Minas, en Francia, Gangotena llevó en 1928 a su amigo Henri Michaux a su país, viaje cuyo resultado es el diario lírico titulado Ecuador (1929), extraordinaria obra que ha herido ingenuas susceptibilidades, de pueril patrioterismo.
El corpus de su obra apareció en francés, los tres poemarios: Orogénie (1928), Absence (1932), Nuit (1938) y ciertos poemas en revistas francesas. Para 1940 publicó su único libro en español, Tempestad secreta, que se sumó a los pocos poemas sueltos que había escrito en ese idioma, está dedicado al pensador español, Juan David García Bacca, radicado en Quito muchos años, traductor de Platón del griego. García Bacca presentó la mencionada edición póstuma de la obra recogida de Gangotena, primera en español, Poesía (1956), y en su breve autobiografía le dedicó algunos párrafos. En sus constantes tertulias, dijo, dialogaban sobre temas matemáticos y la situación de Francia en la guerra con Alemania, mientras escuchaban a Shostakovich y Debussy.
Un libro reciente sobre la obra de Gangotena se titula Bajo la higuera de Port-Cros. Cartas a Alfredo Gangotena (Quito, Universidad de San Francisco, 2016), versión española de la investigadora Cristina Burneo sobre la base de la edición en francés aparecida dos años antes. Este volumen recoge parte esencial de la correspondencia del poeta con amigos y colegas entre 1923 y 1944. Se destacan las cartas de Max Jacob, Jules Supervielle, Jean Cocteau, Marie Lalou y la que Antonin Artaud le remitió en 1933, donde le dice: “Siento que usted ha tocado ciertos bajos fondos, al igual que yo, y lo que me conmociona es la revelación de esta fraternidad lejana, venida de un país que aparece en mis sueños hace tiempo”. Tan sólo nos falta conocer las misivas que Gangotena escribió.
Por un dato que Hernán Rodríguez Castelo registró en su libro sobre la pintura ecuatoriana, supe que Gangotena había publicado un escrito, sin firma, de presentación de la obra de su amigo Alberto Coloma Silva, en el diario EL COMERCIO (16 de junio de 1943. p. 3), y recientemente hallé otro texto, este sí con la firma A. Gangotena en la revista Ecuador Franciscano (n. 28. Quito, junio de 1943. pp. 269-270); ambos reproducen fotografías del cuadro “La Virgen de Quito” de Coloma. A continuación publicamos los dos artículos.
Tomado de Letras del Ecuador. Año 1, N° 1. Quito. 1 de abril de 1945. p. 8.
Nuestra Señora de Quito
En la magnífica Exposición de Arte Mariano, dispuesto en los claustros del Convento de San Francisco, en donde luce como atracción joyante la preciosa custodia de filigrana al estilo colonial y en la que se destacan los cuadros de Miguel de Santiago, Gorivar y Samaniego; esculturas de Caspicara, Legarda y el Padre Carlos, y en donde es de admirarse, entre otras demostraciones del arte perenne, un auténtico Zurbarán, el Cristo del Montañés, y como históricos documentos de plástica, el retrato terroso de Fray Dionisio Guerrero o el del Padre Almeida, así como el Cristo de la Portería que se relaciona con la leyenda de aquél, los numerosos visitantes se detienen frente al cuadro del señor Alberto Coloma Sila, “Nuestra Señora de Quito”, cuya copia fotográfica nos place ofrecer a nuestros lectores. El arte moderno ha logrado este lienzo de admirable técnica, cuyo valor reside en la conservación de los caracteres tradicionales de la Virgen Quiteña y en su relievación moderna, diríamos actual. Es el tipo de La Inmaculada que se perpetúa en este lienzo digno de minucioso estudio y cuyos detalles, realizados en finas pinceladas, completan una visión quiteña, justamente en el corazón de la urbe, señalado con el frente de la Iglesia de San Francisco de Quito. detalles que conforman, como en toda obra de valía, la seguridad del conjunto, ya nos detengamos en las facciones del rostro de la imagen, en la delicadeza de sus vestiduras o ya reparemos en el estudio, de impresión móvil, de las nubes, que nos llevaría a pensar en los ambientes persuasivos del Greco.
A su regreso de Europa, en donde por varios años triunfó en las Exposiciones y en los certámenes y se empapó de gusto comparativo, siguiendo el rumbo de las academias, la ruta de las nuevas escuelas y la observación del arte de todos los tiempos que es la única que conduce a la depuración, cuando se está en potencia de un temperamento, esta es la primera obra de Alberto Coloma Silva que se revela, a nuestro público, así como ese retrato de modelación clásica del Padre Diego que ha sido visto ayer por miles de visitantes en el claustro alto de San Francisco.
Este cuadro de “Nuestra Señora de Quito” reclama lugar predilecto en la galería quiteña.
Nuestra Señora de Quito
¿Habremos al fin de darnos cuenta, una vez por todas, de que el arte no es un contenido individual, atendiéndolo entonces como a un factor esencial de la cultura, como a una de tantas experiencias nuestras?
Si en asuntos de pintura entrásemos, nos preguntaríamos de inmediato, el qué y el por qué de esta superficie colorada, aquí sometida a nuestra vista y atención.
Un cuadro lleva en sí, desde luego, una geometría a dos dimensiones, la que a su vez nos conduce al descubrimiento de otras tantas geometrías a múltiples dimensiones, tal inclusas ya en nuestra humana condición. En este conjunto a entradas varias bien podremos encontrar dimensiones tales como el color en función de profundidad cuanto de materia, la luz en potencias de densidad o de distancias, la forma incorporada en el volumen mismo del objeto, y muchas otras más.
Recordemos, de paso, que luego del gran descubrimiento de la perspectiva caballera, hemos llegado al incalculable conocimiento actual de la perspectiva del color, nunca en mayores contenido y posibilidades como en Paul Cézanne el más grande, quizá, de los pintores modernos. Enterados estamos ahora de la existencia de esta ciencia de los valores. Modulaciones inherentes a la superficie, por tanto a la luz propia de los objetos; al volumen y a la forma; y compensaciones en las mutuas resonancias. Las cosas en su universalidad, presentes o inmanentes.
Desde las lejanas épocas de la Colonia, se había abandonado en América toda preocupación de Arte como experiencia trascendente, tanto por carencia de humanidades como por pobreza de espíritu. Nuestros pintores no han llegado a ser, en estos años, sino el fruto de mal digeridos trucos; en provecho de un público y de peores críticos atentos únicamente a las externas preocupaciones, a su mengua cotidiana. Hoy día, empero, un amigo y discípulo predilecto del nombrado español Romero de Torres, en sazón enriquecido por el conocimiento cabal del arte de pintar, de vez en campos de universalidad gracias a las fecundas y a las de la incomparable Francia contemporánea, Alberto Coloma Silva, nos restituye muy en alto a la ilustre aunque mal preciada tradición pictórica ecuatoriana.
“Nuestra Señora de Quito”, lleva como título este cuadro que Coloma Silva pintara recientemente en vista del Concurso artístico, de tema Mariano, propuesto en el año de 1943, para la celebración y festejos de Nuestra Señora del Quinche, y cuya reproducción fotográfica podéis ver adjunta.
Nada más acertado, en tanto, que el desarrollo de este tema. Nuestra Señora, velando protectora, en un cielo de nubes nuestras, sobre la yacente ciudad. Cabe el cuadrante de luna, al que el simbolismo popular ha dado presagios de feminidad. Un pie en apoyo, el otro destrozando con el solo contacto la cabeza del Dragón, —que pudiese ser, en buena hora, la de la humana estupidez. Abajo el más significativo paisaje de montes y de poblado; y el Convento de San Francisco de Quito allí, como expresión mejor de nuestra devoción religiosa de nuestro pasado artístico, de nuestra humildad histórica.
Composición circular (segura de todos los preceptos de la Sección de Oro), que responde, en detalles y en contenido todo, que se presentan a la vez: de luz, de valores, de materia. El personaje único se enriquece de todas las resonancias que le centran y de consiguiente encierran en nuestra prolija atención. Y más centrado aún ese su pecho que respira, a cuyas instancias responden todas las modulaciones del cuadro, individualmente y en conjunto. Ese pecho lleva en sí el más sutil y amoroso equilibrio de modelado y de luces. Los azules pliegues del manto, más densos aún de un difícil revés rojo, lo reciben, lo presentan.
Incontenibles relaciones de reflexión y de refracción nos dan, en aquel fondo de nubes, las premisas y las condiciones de luz que, polarizadas, definirán la inmediata intimidad del primer plano. Como asiento tangente a todos los impulsos, aquel sereno paisaje de montes. y de ciudad; y de él, la más cara prenda, el Convento Franciscano. Cumplida geometría que ajusta, en profundidad, las distancias: con sus rojos dilatados en las sierras, con sus grises de tono claro acudiendo en fuerza a sus componentes adyacentes: el rosado del atrio, los verdes, los azules y los amarillos atenuados. A mano derecha continúa el mismo discurso de líneas, mas en este caso la dominante horizontal se incluye magistralmente en el conducente y primitivo movimiento circular, gracias a la fuerza viva de esta luz en rojos y amarillos. Ya que la luz confunde, pictóricamente, las formas: tan magnífica contribución de vibraciones y valores, nos incita paulatina y tesoneramente a mejor situarnos en esta próxima, sensible y misteriosa respiración central.
Nada en dicho cuadro que se haya dejado al azar. Las respuestas apetecidas se las habrá de dar paso a paso, de pincelada en pincelada, a todo requerimiento y en todas las componentes de tan singular geometría. Bien cumplida entonces la necesidad vital que nos conduce a la expresión y a la contemplación pictóricas.
La publicación de estos dos artículos –que resultan complementarios por el tema y el estilo– dedicados al excelente representante de la plástica nacional, se añade a la parva producción literaria de Gangotena.