Jorge Miñarcaja es el último bocinero de la comunidad andina La Moya. Foto: Cristina Márquez/ EL COMERCIO.
El sonido fuerte y armonioso de las bocinas y churos se escucha cada vez que inicia una fiesta o se realiza un ritual en las comunidades indígenas de Chimborazo. El complejo sistema de codificación de mensajes con sonidos, que antaño era el uso principal de la bocina, es un conocimiento que muere con los más ancianos.
Según la cosmovisión andina, el sonido de la bocina permite iniciar una comunicación directa entre los hombres y las deidades, por lo que no puede faltar en los eventos importantes.
Pero por el amplio espectro de sonido también llegó a convertirse en el único medio de comunicación a larga distancia, hasta antes de la aparición de la tecnología moderna.
En la antigüedad la bocina sonaba para informar de la llegada de alguien ajeno a la comunidad, para alertar de peligros, para informar el inicio de una cacería, y otros anuncios. Cada mensaje se transmitía con un tono de sonido distinto, que actualmente solo los mayores y los bocineros conocen.
“Es un conocimiento difícil de rescatar”, se lamenta José Parco, director de la Unidad de Interculturalidad del Municipio de Riobamba e hijo de uno de los últimos bocineros de la comunidad Puchi Guallavín.
Según él, ese complejo sistema con el que se codificaban los mensajes no ha podido heredarse por varios factores. La falta de materiales para fabricar las bocinas, como originalmente se hacían, es una de las razones principales.
La madera de pumamaqui, un arbusto que antes se encontraba en el páramo, se utilizaba para construir la parte central del instrumento y la boquilla. Pero desapareció con el avance de la frontera agrícola.
“Ahora es prohibido cortar esa madera, y ya no hay lugares donde conseguirla. Se reemplazaron los materiales por otros más modernos, pero el sonido no es igual, por lo que los mensajes ya no tendrían sentido”, afirma Parco.
Otra razón es el celo con el que cada familia cuidó de esos conocimientos. Es que los mensajes que se transmitían incluso podían ser privados y descifrados únicamente por los miembros de esa misma familia, así que no todos tenían acceso al conocimiento.
Durante el levantamiento indígena de los años 90, por ejemplo, los comuneros lograban transmitir su ubicación e identificarse entre sí por las tonalidades diferentes de cada bocina. Es que se trata de una marca tan particular, que incluso varía en cada comunidad de la provincia, y es diferente para cada bocinero.
El sonido de este instrumento también se relacionó con el trabajo agrícola y las mingas, porque se usaba para convocar a toda la comunidad. “En la época de las haciendas, los tonos se volvieron tristes y lúgubres porque el trabajo era forzado, los hacendados cometían abusos y explotaban a la gente”, explica Parco.
En esa época Jorge Miñarcaja tenía 25 años. Él aprendió a tocar la bocina motivado por la importancia que los bocineros tenían en las comunidades.
Durante las mingas y en el Jaway (un ritual que se practica durante las cosechas), Miñarcaja hacía sonar con fuerza su bocina para anunciar el inicio del día de trabajo y para animar a sus compañeros a participar a pesar de los abusos de los capataces.
“Yo miraba como tocaban las bocinas los ancianos, y me gustaba, por eso decidí aprender. Pero luego los bocineros dejaron de ser necesarios. Apareció la radio y el teléfono, así que solo tocaba en las fiestas de la parroquia”, cuenta Miñarcaja.
Él ahora tiene 74 años y es el último bocinero con vida en la comunidad La Moya. Hasta hace unos años, otros tres bocineros compartían sus conocimientos, pero fallecieron por su edad avanzada.
“Desde la liberación, los tonos de la bocina se volvieron alegres y festivos. Una fiesta no es fiesta sino empieza con una buena bocina”, dice entre risas. Según él, por eso es requerido en todas las fiestas que se realizan a los alrededores.
Pero incluso las fiestas ya no son tan frecuentes como antes desde la conversión religiosa de una gran cantidad de comunidades. Sin embargo, la llegada del tren a La Moya les incentivó a revitalizar sus conocimientos.
Cuando los viajeros del tren llegan a La Moya, que es la última parada de la ruta Tren de Hielo 1, Miñarcaja les recibe con su bocina. También, explica los significados de los sonidos y cómo en la antigüedad era utilizada por sus antepasados.