Plano de la ciudad de Quito hacia 1805, diseñado por el prócer independentista Juan Pío Montúfar. Foto: Museo de la Ciudad
Respecto de la segunda parte del siglo XVIII, poco habría de cambiar el Quito de inicios del XIX. Un singular plano de Quito de 1805, que actualmente se custodia en el Archivo Municipal y que habría pertenecido a Juan Pío Montúfar y Larrea, muestra elementos interesantes de la vida cotidiana de ese entonces, como una corrida de toros en la plaza de las carnicerías (actualmente Plaza del Teatro), una pareja encopetada paseando por el Potrero del Rey (La Alameda), un muchacho haciendo volar una cometa o un par de curas en la esquina de San Blas, entre otros personajes.
Dicho plano muestra a Quito casi de manera similar que a mediados del siglo XVIII, y ubica en tiempos de la revolución de 1809 el presidio, en las actuales calles Olmedo y Venezuela, frente al Carmen Bajo; el depósito de la pólvora, al norte de La Alameda y frente a la iglesia de El Belén, cerca del Rollo o Picota, donde se ponían las cabezas de los ajusticiados o reos de vergüenza -hoy ubicado en el patio del Museo Municipal Alberto Mena Caamaño-. En el mismo plano se observa la fachada del Palacio de la Audiencia, seriamente dañado por el terremoto de Riobamba de 1797 y restaurado por el Barón de Carondelet.
El inglés William Stevenson llegó a Quito en 1808 y desarrolló una extensa relación de la ciudad en los albores de la independencia. El viajero nos cuenta sobre las iglesias y conventos, cuya descripción es igual a la de hoy, con ligeras variaciones. “Las casas de los habitantes más importantes tienen por lo general un piso superior, donde viven, pues el inferior está destinado a los sirvientes y funciona en ocasiones como cochera o bodega. Los muebles, debido a la falta de ebanistas, son una mezcla de piezas modernas y antiguas fáciles de conseguir; sin embargo, algunas casas, en particular la del Conde de San José, tienen muebles muy elegantes. Aquí existe la moda de tener una magnífica cama a un extremo del estrado (habitación); algunas son de terciopelo carmesí, revestidas con satín, galonadas con lazos dorados anchos y un ribete bajo del mismo color”.
Según Stevenson, Quito posiblemente contaba con 75 000 almas, divididas en tres partes casi iguales: blancos, mestizos e indios, y el número de negros era escaso, y eran los indios por lo general los que hacían de sirvientes. El inglés nos cuenta que la gente de rango social elevado se dedicada principalmente a visitar sus haciendas, en donde vivía la mayor parte del año. Los blancos medianamente acomodados eran granjeros, mercaderes o curas; los jóvenes varones eran educados en colegios, mientras las mujeres eran instruidas bajo la vigilancia de su madre, aprendiendo asimismo a tocar guitarra y salterio, una especia de cítara.
Los criollos acostumbraban a vestir de acuerdo con la moda europea, es decir pantalón, camisa, levita y sombrero, agregando una capa larga roja, negra o azul; mientras las mujeres llevaban una falda de terciopelo negro, cosida en pliegues y una pieza ancha de franela sobre su cabeza, usando una serie de joyas en conjuntos completos. Por su lado, los mestizos vestían camisa y pantalones cortos, no usaban medias y solo en ocasiones llevaban zapatos.
Las mujeres mestizas llevaban a menudo un fuste grande y una falda vistosa de franela, de color rojo, rosa, amarillo o azul pálido, adornada de ribetes, lazos, galones y lentejuelas. Un chal iba sobre sus hombros y la cabeza descubierta, pero adornada con un prendedero y el cabello recogido en pequeñas trenzas.
La diversión más popular eran las corridas de toros y las fiestas de máscaras, sobre todo en Carnaval e inocentes. El baile era la diversión favorita, y los jóvenes mestizos acostumbraban ir por la noche al Panecillo con guitarras y salterios a entonar distintas piezas hasta la medianoche, para luego pasearse durante el alba, dando serenatas bajo los balcones de los quiteños más ilustres o de sus amadas.
“La gente acostumbraba a bañarse una o dos veces al mes, que por el soportable clima de la ciudad y la ausencia de baños calientes lo hacía a la intemperie, en la quebrada de Jerusalén o en el río Machángara, donde las pieles blancas y rosadas se mezclaban con las pieles morenas y negras. Lo más importante del aseo era el arreglo del cabello. Los hombres distinguidos visitaban temprano en la mañana al barbero, quien rizaba el cabello cuidando de dejarles una raya visible; además les afeitaba y les retorcía los bigotes con cera. Las mujeres, por su lado, ponían más empeño en su arreglo personal, lavaban diariamente sus manos y se limpiaban la cara con una preparación lechosa de agua de Ninón. Utilizaban maquillaje, polvos y ungüentos para tapar pecas, picaduras y escoriaciones, pasando largas horas en el tocador.
Los mestizos, desde niños, llevaban el cabello recogido en trenzas, que se lo cortaban cuando crecían para diferenciarse de los indígenas. Estos últimos nunca se lo cortaban y lo llevaban suelto, a diferencia de las mujeres que se lo envolvían en una trenza cogida con cintas”, según la investigación de Ximena Sosa y Cecilia Durán, recogida en ‘Nueva Historia del Ecuador’.
A comienzos del siglo XIX, cuando llegó la expedición de Humboldt, de la que luego formó parte el joven botánico Francisco José de Caldas, Quito seguía siendo una ciudad libertina como antes. Muchos de los alegres paseos, a los que concurrían hombres y mujeres de alta sociedad, era ocasión para comer, beber y amarse gozosamente al aire libre, a tal punto que el mismo Caldas, horrorizado, escribía a su familia: “El aire de Quito está viciado. Aquí no se respiran sino placeres. Los escollos de la virtud se multiplican y parece que el templo de Venus se hubiera trasladado de Chipre a esta parte”. Tan era así el Quito de esa época, que aún en 1824 el médico francés Victorino Brandin, hablando de la ‘gente vulgar’ decía: “La embriaguez, el juego, el hurto, lo practican con batería, osados y sutiles al acceso. La falta de educación y de ocupaciones los conduce con la ociosidad a todos estos vicios”.
En fin, ese fue el Quito que sirvió de telón en época de la Independencia. El Quito cotidiano en el que Manuela Cañizares, Juan de Salinas, Montúfar, Quiroga, Morales y otros vivieron. El Quito físico y humano que permitió a los próceres ejecutar el golpe revolucionario del 10 de Agosto de 1809, con miras a conquistar la ansiada libertad de estas tierras.
*Docente universitario. Miembro de Número de la Acad. Nal. de Historia. Tomado de su libro ‘Desempolvando la Historia’, 2014.