Carlos Rubiara Infante nació en Guayaquil, el 16 de septiembre de 1921. Su gusto por el pasillo se cultivó en la adolescencia, en su cofradía familiar. Foto: Archivo EL COMERCIO
“(Soy) el Ecuador entero. De cualquier sitio de este país, porque más allá de ser guayaquileño, soy ecuatoriano”. Carlos Rubira Infante levantó ese estatuto para tender puentes entre regiones con su puño y letra. La música, para él, era el auténtico palpitar del pueblo, que logró registrar en el pentagrama sonoro que creó con más de 600 canciones, dedicadas a 22 provincias ecuatorianas.
Hoy, 14 de septiembre del 2018, se confirmó el fallecimiento de Carlos Rubira, en Guayaquil. El artista estaba asilado en el hospital del IESS de Los Ceibos. Rubira tenía 96 años y en los últimos meses había tenido problemas de salud. Se conoció que desde hace más de un mes se encontraba hospitalizado. La muerte del compositor guayaquileño enluta al país, que no reconoce un epicentro musical sin sus letras.
Nació en Guayaquil, el 16 de septiembre de 1921. Su gusto por el pasillo se cultivó en la adolescencia, en su cofradía familiar. Con guitarra en mano, su primer repertorio era la música mexicana y los pasillos, que heredó de su padre, el coronel Obdulio Rubira y su madre, Amarilis Infante.
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En una de las charlas con EL COMERCIO, en el 2000, recordó que cuando era niño, él y su familia eran “económicamente pobres pero el deseo de avanzar era profundo”, dijo Rubira Infante en ese entonces. Su padre murió y dejó de lado sus estudios escolares para buscar la subsistencia económica para su familia. Se volvió ‘canillita’ y lustraba zapatos. Pero no dejó la música.
A los 14 años y -en la entrada a la adolescencia– su madre no apoyaba sus salidas hasta altas horas de la noche. El horario de entrada era irrevocable: debía llegar a las 22:00. De lo contrario, le iba a poner un petate (paquete grande de ropa) en el portón.
“Llegué a las 22:30 y lo que encontré no fue un petate, fue un colchón. Partí para Santa Elena, a la tierra de mi madre, triste por la discusión y ahí nació mi primera canción”, rememoró Rubira Infante.
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Fue en 1935 y él lo recordaba muy bien. En ese mismo año, falleció el cantor argentino Carlos Gardel, uno de sus mayores referentes musicales. En Santa Elena, solo y falto de experiencia, creó Perdóname, madrecita, un pasillo que, de vuelta a Guayaquil, la cantó para su madre. “Vivo errante, vivo enfermo, vivo loco por volver”, evocó en una serenata. Los dos lloraron y ahí nació la estrella empírica del músico: “Mi canción más querida era mi madre. Ella de por sí era una canción”.
De las composiciones familiares y personales, Rubira Infante pasó a los sonidos de la tierra. Paradójicamente, fue el guayaquileño que mejor le cantó a la Sierra con himnos como el pasacalle Ambato, tierra de flores, Viva Cuenca, El Cóndor Mensajero y Viva Loja.
Además de la música, Rubira fue boxeador en sus primeros 20 años. Lo dejó, afirmó, cuando le ensañaron un golpe en el oído. La disciplina no formaría más parte de su vida. Polifacético, también fue locutor en radio Telégrafo, en 1941, cuando dirigía el programa ‘La hora agrícola’, Radio Candente, en la que condujo ‘Sentimiento musical ecuatoriano’ y radio Huancavilca, en el que lideró ‘La voz del correo’. Este último fue especial, pues se desempeñó como cartero en la Empresa Nacional de Correos. Lo hizo durante 36 años, fusionando su labor con su oficio musical, y llegó a ser Inspector Nacional hasta su jubilación.
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Por el camino de la composición, Rubira también formó el dúo Vera Santos-Rubira (con Gonzalo Vera Santos). Después, conoció al cantante colombiano Olimpo Cárdenas, uno de sus grandes compañeros de fórmula.
“La anécdota con Olimpo es bonita. Una vez yo pasaba por donde él estaba y lo escuché cantando, tarareando algo más bien. Y le dije: muchacho, ¿qué estás cantando? Y él me respondió: una canción popular por ahí no más… Le dije que cantaba bien y lo animé a que viniera a visitarme para escucharlo. De ahí se formó una bonita amistad y también el dúo Los Porteños, con el que viajamos mucho, llevando nuestra música”, comentó el artista a este Diario, en el 2004.
Rubira fue el dínamo de las carreras artísticas de grandes de la música hecha en Ecuador como Cárdenas, Julio Jaramillo y Fresia Saavedra, con quien más logró grabar.
Para cada letra, se acercaba -en las tardes de inspiración- a su máquina de escribir Olympo. Con su oído de pianista y manos sobre el teclado, concebía los nuevos sonidos, a la espera de la interpretación. Así nació el pentagrama musical ecuatoriano, poblado de pasillos, albazos, pasacalles y vals. Lo hacía en su hogar, ubicado en la ciudadela Las Acacias, al sur de Guayaquil, donde vivió con sus cinco hijos y con su esposa, Blanca Gómez.
Nunca dejó de crear. Eso le valió el reconocimiento internacional. Se ganó el derecho de ingresar al Salón de la Fama de Compositores Latinos, cuya gala se realizará el próximo 18 de octubre, en el James L. Knight Center en Miami (Estados Unidos). Cuando recibió la noticia, fue firme, “voy a componer hasta que me muera”. Y así lo hizo.
Su casa es epicentro de logros. Yacían, por ejemplo, souvenirs de homenajes como cuando Bogotá lo reconoció como ‘Folclorista de América’, en 1978, o en el 2000, año en el que el Congreso Nacional le entregó la condecoración ‘Dr. Vicente Rocafuerte’.
El músico partió con su nombre en el Teatro Municipal de la ciudad de Santa Elena y su firma en la edición 2008 del Premio Nacional Eugenio Espejo.
Carlos Rubira Infante no muere con su música. Lo llora todo el país, que no conoce un patrimonio musical sin su guitarra, su chaleco, su mirada apacible y sus líricas que convocan a la unión, a ese ‘palpitar’ que el Ecuador canta al unísono. Ese es el legado del maestro, madera de guerrero.